Bruno Fernandes llevó a Portugal hacia los octavos de final. El mediapunta coronó un partido memorable, mezcla de gestión, coraje para incursionar en el fortín uruguayo, y astucia para fabricar dos goles en un territorio que parecía inaccesible. Para clasificarse Uruguay deberá imponerse a Ghana el viernes y esperar a que Corea no le gane a Portugal.
“Vino y Asado”, rezaba la pancarta más visible que colgaba del fondo sur del estadio dorado de Lusail. Sin perjuicio del análisis semiótico, la hinchada de Uruguay proyectaba dos palabras que contenían el rito sagrado de la comunión charrúa. Antes de que el fútbol fuera importado a las costas del Río de la Plata el pueblo se reconoció reunido en asamblea en torno al fogón. No es casual que la crónica de la conquista describiera la muerte del descubridor, Juan Díaz de Solís, en el marco de un asado en el que él mismo fue sacrificado y devorado en la playa de Punta Gorda.
No corrieron la misma suerte los paisanos de Solís en Lusail. Estos charrúas son menos cruentos. Apenas practican artroscopias con los tacos de sus botas, como demostró en los minutos de reconocimiento Bentancur con el tobillo de Rúben Dias, o Vecino en la segunda mitad con el primer metatarso de Neves. De nada sirvió que Fernando Santos alzara los brazos en señal de protesta a la autoridad judicial, el árbitro iraní Alireza Faghani. Las tarjetas amarillas no impidieron las intervenciones escalonadas de los hachadores uruguayos ni el dominio de los portugueses, conducidos por los bravos Bruno Fernandes y Bernardo Silva.
Los mediapuntas del United y el City fueron los dirigentes de Portugal en el largo proceso que supuso esconderle la pelota al rival. Cuando Rúben Dias y Carvalho comenzaron a buscarlos desde atrás con pases al meollo defensivo uruguayo, Bruno y Bernardo entraron y salieron para recibir y dar continuidad a la jugada en el laberinto de centrales y pivotes. Demasiado rígidos para llegar al quite, Godín, Coates y Giménez nunca dieron abasto, ni con la ayuda de Valverde, Vecino y Bentancur, cada vez más cansados de retroceder y avanzar sin premio. Uruguay se encontró expuesta pero la ocasión más clamorosa de la primera parte la tuvo Bentancur, cuando tras un robo de Cavani le ganó la espalda al distraído Neves, recortó a Dias, y por poco no le tira un caño a Diogo Costa.
El partido fue árido pero distraído. Un espontáneo recorrió la cancha con la bandera LGTBI antes de ser detenido. Del pozo afloró la peor versión de casi todos. Valverde no compareció. Darwin Núñez apareció demasiado, a veces como sucedáneo de central portugués, a veces conduciendo sin sentido, y con demasiada frecuencia entregándole la pelota al rival. El hombre fue víctima de un episodio de enajenación ante la mirada desolada de Cavani.
Portugal sufrió para alcanzar posiciones de disparo. La descoordinación de Cristiano y Bruno se reprodujo puntualmente con gestos de desaprobación recíproca. Los malentendidos culminaron con un remate de Cristiano al cuerpo de su compañero, en un episodio que descubrió las dificultades del equipo más poderoso por afinar el toque en los últimos metros, donde la presencia del punta que ahora busca club resulta agotadora para los defensas contrarios y opresiva para sus propios compañeros. Solo al cabo de la hora de partido Portugal convalidó su posición dominante con una jugada cargada de aleatoriedad. Centró Bruno Fernandes un balón llovido, Varela rompió el fuera de juego y Cristiano hizo ademán de cabecear ante el portero confundido. Vencido Rochet, el balón fue a la red sin que lo tocara nadie más que Bruno y el 1-0 cambió la dinámica del partido.
Obligados a atacar, los uruguayos transformaron la larga marcha de la primera hora en carga desesperada. Entraron Pellistri, Suárez y Maxi Gómez. En diez minutos fabricaron un tiro al palo de Maxi y un remate a bocajarro de Suárez. La réplica fue implacable. Bruno Fernandes le tiró un caño a Giménez, que cayó de culo y tocó la pelota con la mano. El árbitro señaló el penalti, Bruno ejecutó y Uruguay se condenó a correr sin esperanza.
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