Tras Doctor en Alaska, llega Frasier, rescatada en España por Sky Showtime. La televisión de los noventa resucita y avanza despacito, como los zombis que ya no están de moda, colonizando cada vez más huecos de unas plataformas en repliegue. Han pasado treinta años desde el estreno del primer episodio (¡treinta años!, con muchos signos de admiración, asombro y melancolía). Quienes nacieron entonces ya casi se quedan fuera de los descuentos para jóvenes del gobierno.
Tenía de ella un recuerdo nítido, pero un poco acartonado. Me sé de memoria algunos chistes, como el episodio en el que Frasier y Niles planean abrir un restaurante y sugieren poner el nombre en francés: “La dificultad de pronunciación mantendrá a la chusma alejada”, dijo Niles. Pero la memoria me traicionaba en el juicio: no la recordaba así. Cuando la emitían, me parecía una comedia divertida aunque muy pasada de rosca, con caricaturas histriónicas, mucho abuso de las risas enlatadas y una tosquedad voluntariosa que parodiaba las viñetas pedantes de The New Yorker. Hoy, en cambio, veo una serie muy bien escrita, con el punto justo de sazón cómica y que se permite coqueteos con el drama.
De hecho, narra con delicadeza una pequeña tragedia muy común en España, donde, por las circunstancias históricas, abundan los hijos universitarios de padres currelas: el desclasamiento. Frasier cuenta la incomunicación entre generaciones, la extrañeza dolorosa con que se miran padres e hijos a quienes la vida ha colocado en planetas diferentes. Frasier es ridículo porque es también trágico, y si en su personaje no hubiera una verdad profunda y desgraciada, nos faltaría el aire para reírnos de él. ¿Era eso ya evidente hace treinta años o he aprendido a verlo desde mi propia ridiculez viejuna? No lo sé, pero es posible que las series cambien según cómo se vean, como cambian los cuadros con luz natural o lámparas.
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