La privatización del sentimiento nacional | EL PAÍS Semanal

Cada vez que alguien me pregunta si me siento catalán, extremeño o español, como exigiendo que me defina de una vez, me acuerdo de David Selbourne, aquel polígrafo inglés que pedía al “judío de Inglaterra” que dejase de “fingir que es inglés” y admitiese que su “verdadera” identidad era la de judío; pero sobre todo me acuerdo del comentario que dedicó a esta petición Eric Hobsbawm: “Las únicas personas que nos obligan a elegir entre una cosa u otra son aquellas cuyas políticas han llevado o podrían llevar al genocidio”.

Durante siglos los europeos nos matamos entre nosotros por culpa de los sentimientos religiosos: las guerras del siglo XVI y XVII se conocen como Guerras de Religión, pero en realidad las guerras a causa de la religión se remontan a mucho antes (¿qué demonios fueron las Cruzadas sino guerras de religión?). Hasta que, en el siglo XVIII, la Ilustración nos enseñó que los sentimientos religiosos debían confinarse en la esfera privada: eran cosa de cada cual, no de los Estados; estos debían mantenerse neutrales y abrazar el laicismo o la aconfesionalidad: que cada uno crea lo que quiera (o no crea nada). Resultado: dejamos de matarnos por culpa de la religión. Fue un gran avance, una revolución descomunal, que España hizo a costa de un esfuerzo ingente: la prueba es que, en el siglo XIX, las tres guerras carlistas fueron todavía guerras de religión; la prueba es que también lo fue, en el mismísimo siglo XX, la Guerra Civil: no en vano los franquistas la llamaron Cruzada; no en vano casi 7.000 religiosos fueron asesinados en la retaguardia republicana; no en vano alumbró una dictadura nacionalcatólica, un régimen confesional. Lo cierto es que, en cuanto los europeos empezamos a dejar de matarnos por culpa de la religión, empezamos a matarnos por culpa de la nación; no es extraño: a fines del siglo XVIII, la eclosión del nacionalismo significó el reemplazo de Dios por la nación como base del poder político y origen de su legitimidad, como herramienta de adhesión sentimental e identitaria, como pegamento social; la nación de ciudadanos relevó a la comunidad de creyentes, y a partir de entonces las guerras en Europa empezaron a dejar de ser religiosas para convertirse en nacionales, desde las campañas napoleónicas hasta la guerra de Putin (creíamos que la última guerra nacional en suelo europeo sería la II Guerra Mundial, pero primero Yugoslavia y ahora Ucrania nos desengañaron).

Necesitamos una nueva revolución, una Ilustración nueva que acabe con las guerras nacionales igual que la vieja acabó con las religiosas. No se trata de suprimir el sentimiento nacional, como la vieja Ilustración no pretendió suprimir el sentimiento religioso; se trata de recluirlo en la esfera privada, de que se convierta en cosa de cada cual, no de los Estados, que deberían ser nacionalmente neutros, imparciales: que cada uno se sienta lo que quiera (o que no se sienta nada). ¿Difícil? Desde luego, porque el nacionalismo —esa ideología que identifica la lengua con la cultura, la cultura con la identidad, la identidad con la nación y la nación con el Estado— triunfó de tal modo que parece eterno, indestructible; no lo es: en realidad, es un fenómeno que no cuenta con más de dos siglos y medio de historia y que no es verosímil que perdure de manera indefinida. Sea como sea, el sentimiento religioso es muchísimo más antiguo que el nacional y en el siglo XVIII estaba muchísimo más arraigado que éste, así que no puede ser más difícil privatizar el sentimiento nacional de lo que fue privatizar el religioso. Yo no veo en todo caso otra forma de que dejemos de hacernos la vida imposible con los dichosos sentimientos nacionales. Nacida del espanto de las dos mayores matanzas nacionalistas de la historia, la Unión Europea se basa quizá sin saberlo en esa idea, antinacionalista de raíz, según la cual es imprescindible conciliar la unidad política con la diversidad lingüística, cultural e identitaria, afectiva: una idea que ha propiciado el mayor periodo de paz en Europa desde la guerra de Troya. No está mal.

Pero necesitamos más. Mucho más. Necesitamos una nueva revolución ilustrada.

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