EL PAÍS adelanta un fragmento de La figura del mundo (Random House), la novela más reciente de Juan Villoro. En el nuevo libro, el escritor mexicano bucea en su propia memoria para evocar la vida singular de su padre, el filósofo mexicano-catalán Luis Villoro. Se trata de una aproximación íntima y pública, sin afán de hacer una biografía, de quien fuera también luchador social, zapatista y a la vez padre granítico que estuvo presente en la vida familiar de un modo intangible.
Capítulo 5. La taquería revolucionaria
Mi padre, que detestaba las anécdotas personales, contó mil veces la escena que más lo horrorizó en su juventud. Todo ocurrió en una polvosa hacienda de San Luis Potosí. Para en tender ese momento de condensación hay que retroceder en el tiempo.
Como tantas familias, la mía se vio afectada por el delirio expansionista de Hitler. Como he dicho, después de la muerte del abuelo y en los albores de la Guerra Civil española, mi padre y sus hermanos fueron enviados a estudiar a Bélgica, y su madre regresó a su país de origen.
Cuando mi padre llegó a la adolescencia, Europa se preparaba para la guerra. Interrumpió sus estudios en el internado de Saint Paul y se reunió en México con su madre, donde ingresó a Bachilleratos, la preparatoria de los jesuitas.
El dinero de la familia provenía de haciendas que producían mezcal en el estado de San Luis Potosí. La escena definitiva de mi padre ocurrió en una de ellas, Cerro Prieto, que hoy es una ruina fantasmagórica.
Cuando él visitó la hacienda, los peones se formaron para darle la bienvenida y le besaron la mano. Fue el momento más oprobioso de su vida. Ancianos con las manos rotas por el sol y el esfuerzo, con los pies que se confundían con terrones de tierra le dijeron “patroncito”. ¿Qué demencial organización del mundo permitía que un hombre cargado de años se humillara de ese modo ante un señorito llegado de ultramar? Mi padre sintió una vergüenza casi física. Supo, amargamente, que pertenecía al rango de los explotadores.
Su vida posterior debe ser entendida como un intento de expiar esa agraviante escena. Su interés por el socialismo democrático derivó, en buena medida, de las injusticias cometidas por su propia familia.
Hacia 1977 volvió a tener noticia de Cerro Prieto. Fue fundador de la Universidad Autónoma Metropolitana y en la unidad de Iztapalapa dirigió la división de Ciencias Sociales y Humanidades. Reunió a un auténtico dream team de profe sores, muchos de ellos exiliados de las dictaduras latinoamericanas, y emprendió la apasionante tarea de transformar a los demás con las ideas, como Aristóteles en su Liceo, Platón en su Academia o Epicuro en su Jardín.
No pude negarme a estudiar ahí. La uam abrió sus puertas poco antes de que yo terminara la preparatoria y mi padre me habló de los planes de estudio como si los hubiera creado para perfeccionar su paternidad. Estudiar en otro sitio hubiera sido un parricidio intelectual.
No fue mi maestro en las aulas porque ya lo era en la vida. Nos encontrábamos de vez en cuando en el campus y en la cafetería, donde él remataba la comida con un Gansito. A pesar de su sencillez de trato, su aire ausente y su caminar seguro imponían respeto. Saludaba de lejos a muchas personas, sin reconocerlas del todo, pero casi nadie lo abordaba.
Entre las personas que hubieran querido hablar con él pero no se atrevían a hacerlo, se encontraban los encargados de las fotocopias, que provenían de Cerro Prieto. La antigua hacienda de mezcal se había convertido en un yermo donde sólo vivían los muy ancianos. Los jóvenes se iban a Estados Unidos o a otros rumbos.
Cuando fotocopié mi credencial me preguntaron si era pariente del doctor Villoro. Les dije que sí y me contaron que habían conocido a mi abuela cuando eran niños. Hablaron con enorme afecto de los juguetes y las cobijas que les regalaba. Tenían nostalgia de los tiempos en que la hacienda había sido un vergel productivo, que daba trabajo al pueblo entero. El recuerdo reflejaba la desigualdad entre peones y patrones que tanto había indignado a mi padre, pero mitigaba esa desgracia con dos argumentos: María Luisa Toranzo había sido una propietaria considerada y bondadosa, y las tierras se volvieron inservibles después de la Revolución. En las zonas semidesérticas, el reparto agrario entregó como “pequeña propiedad” terregales polvosos, según cuenta Juan Rulfo en su cuento “Nos han dado la tierra”. Para producir mezcal se requerían inmensas extensiones que se fraccionaron de manera absurda en vez de transformar a los nuevos dueños en cooperativistas de la misma unidad productiva.
Les hablé a mi tío Miguel y a mi padre de la nostalgia que los empleados de la fotocopiadora tenían de Cerro Prieto y ellos cedieron a otro tipo de idealización. Que trabajaran en una universidad y pertenecieran a un sindicato representa ba una mejoría para los antiguos campesinos. Ni mi tío ni mi padre se interesaron en el hecho de que el “progreso” en las ciudades se hacía a costa del olvido y la devastación del cam po. Aunque el tío Miguel no compartía las ideas socialdemócratas de mi padre, tampoco él veía el pasado familiar como una arcadia que debiera ser conservada. Era tal el repudio que ambos sentían por las haciendas que no les importaba que esa región pereciera.
En su primera juventud, mi padre se inscribió en la carrera de Medicina porque deseaba ser biólogo para descifrar los enigmas del origen de la vida y en aquella época la Biología no era una licenciatura, sino una especialidad de la Medicina. Obtuvo diez en Anatomía y describía con detalle la trayectoria del nervio trigémino. Cuando había que rebanar un pollo o un pavo, demostraba destrezas de bisturí. Aprendió mucho en las aulas instaladas en el antiguo Palacio de la Inquisición, en la plaza de Santo Domingo. Lo más importante fue descubrir que no le interesaba tanto el origen como el sentido de la vida. Su curiosidad tenía que ver más con la Filosofía que con la Biología.
Cambió de carrera y buscó acercarse por vía intelectual a un país que le desagradaba en la realidad. ¿Era posible amar un sitio injusto, desigual, corrupto, discriminatorio? Había nacido en Barcelona y estudiado en Bélgica. Dos guerras lo habían depositado en la tierra de su madre: el México bárbaro.
Recuerdo la visita que el escritor español Álvaro Pombo hizo a México en 2004. Nos habíamos conocido en España y yo le había dado datos para su novela Una ventana al norte, sobre una chica de Santander que viaja a México y participa en la guerra cristera. Pombo se sumió con pasión en numerosos libros y vio con deleite la serie documental La Cristiada, de Nicolás Echevarría, narrada por el historiador Jean Meyer. Tenía mucha ilusión en recorrer las calles y respirar los mercados de los que tanto había leído. Se hospedó en un hotel del Centro y salió a caminar. De pronto, se encontró en el caos de un mercado al aire libre, un tianguis que conservaba tradiciones nahuas e incluía productos chinos. Compró un cortaúñas que se le deshizo entre los dedos, recibió estímulos fascinantes e incomprensibles, y regresó lo más pronto posible a su habitación. Desde ahí me habló para decir:
—México debe ser leído, la realidad no se entiende.
Algo parecido le ocurría a mi padre, que además tenía un fuerte sentimiento de culpa porque lo que menos le gustaba de México era la desigualdad a la que contribuía su propia familia. Necesitaba entender su país de adopción en clave cultural y dirigió la mirada a los españoles que en la Colonia pasaron por un trance similar al suyo. Clavijero, Sahagún, Las Casas y Tata Vasco fueron sus ejemplos. Su primer libro, Los grandes momentos del indigenismo en México, no trata directamente de los pueblos originarios, sino de sus intérpretes, los misioneros ilustrados que se pusieron de parte de la causa indígena.
A partir de 1994, con el levantamiento zapatista, el filósofo que empezó su trayectoria estudiando a los primeros antropólogos de América pudo concluirla como un nuevo Las Casas, conviviendo con las comunidades indígenas en Chiapas. Su desafío ya no consistió en estudiar un mundo anterior, sino en interpretar la historia que se producía en tiempo real.
Otro discípulo de los jesuitas, el subcomandante Marcos (hoy Galeano), que tiene más o menos mi edad (la cronología de los mitos es imprecisa), fue su interlocutor privilegiado. Mi padre era ajeno a las categorías sentimentales y los lazos de parentesco, pero no al afecto motivado por la inteligencia. Si hubiera tenido que someterse al improbable ejercicio de adoptar a otro hijo, habría escogido a Marcos, nuestro invisible hermano.
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