Las infancias más hambrientas lo serán más aún por el conflicto en Ucrania | En primera línea | Planeta Futuro

Para adolescentes como Hannah, de 16 años, que vive en una aldea polvorienta donde convergen las fronteras de Kenia, Etiopía y Somalia, la sequía que devasta la zona y las ondas expansivas fatales que envía son demasiado reales para poder soportarlas.

En su zona no ha llovido en tres temporadas y los niños y niñas, que deberían estar a salvo en casa o en la escuela, caminan kilómetros en busca de agua. No se trata solo del dolor inmediato de la sed y del hambre, sino también de madres que tienen que comprobar si sus hijos desnutridos siguen respirando durante la noche o de niños que tienen que recorrer largas distancias para recoger agua de pozos infestados de serpientes.

La sequía está desgarrando todos los aspectos de la vida en la región, destrozando una red de seguridad ya frágil para innumerables niños y sus familias. Esta temporada sin lluvias llega después de años difíciles: otro período de sequía entre 2017 y 2018 y una invasión de langostas en 2019. Los impactos socioeconómicos y los efectos de la covid-19 han agravado, además, la situación.

Enfrentarse al hambre, al matrimonio infantil o a ambas

En mi reciente visita a África oriental, conocí a Hannah, una adolescente estudiosa que sueña con ser médica. Pero la falta de lluvias hace que el ganado de sus padres se esté muriendo. A su vez, esto significa que no pueden pagarle la matrícula escolar ni cubrir las necesidades básicas de su familia, como la comida.

Hannah teme que si la sacan de la escuela, se verá obligada a casarse con la esperanza de que un marido pueda permitirse alimentarla mejor que sus padres. Lamentablemente, una investigación de World Vision realizada en 2021 descubrió que se trata de un bucle perverso: las niñas y los niños hambrientos tienen un 60% más de probabilidades de ser obligados a casarse que sus compañeros no hambrientos, y aquellos que están casados tienen un 60% más de posibilidades de irse a la cama con hambre. Mientras escuchaba al padre de Hannah hablar de las luchas aparentemente insuperables a las que se enfrenta, me desafió: “¿Qué harías tú en esta situación?”.

Esa conversación no me deja dormir por las noches, ya que los padres se ven obligados a vivir situaciones devastadoras, sin tener culpa de ello, situaciones que nadie debería tener que vivir. Y como padre de dos hijos, no sé la respuesta.

Lo que sí sé es que nuestro personal, parte del cual procede de las comunidades a las que sirven y entienden estos matices mejor de lo que yo nunca podré entenderlos, hace todo lo que puede para luchar contra el hambre y aportar la tan necesaria esperanza. Personal como Everlin, que trabaja en Marsabit, al norte de Kenia, y es la responsable de protección de la infancia de World Vision en el país. Ella también creció en una aldea al norte. Pasaba hambre a menudo y ella misma recibía ayuda alimentaria. Estuvo a punto de ser sometida a la mutilación genital femenina y al matrimonio precoz, pero una misionera intervino. Ahora, como pude comprobar, ayuda a otras niñas como ella a defender sus derechos.

La gente literalmente se muere de hambre

Las organizaciones humanitarias estiman que una persona muere de hambre cada cuatro segundos en estos momentos. La ONU empezó a hacer un seguimiento de los precios de los alimentos hace casi dos décadas y, en los últimos meses, el hambre se ha disparado hasta alcanzar los niveles más altos jamás registrados, según datos del Banco Mundial.

Si el acceso al alimento era grave antes, la guerra en Ucrania ha empeorado mucho la situación: el número de personas que viven en condiciones catastróficas de inanición es hoy cuatro veces mayor que hace solo 15 meses. La repercusión del conflicto en los mercados de cereales, fertilizantes y combustibles ha disparado los precios de los alimentos, las materias primas y el transporte en todo el mundo, lo que ha obligado a recortar las raciones a los refugiados y desplazados. Los habitantes de los países de renta baja que dependen de estas exportaciones son los más afectados, anunció el pasado junio el Programa Mundial de Alimentos. Aunque los precios de los alimentos han bajado ligeramente desde julio, siguen en máximos históricos, y la reciente calma no parece repercutir en los bolsillos de la gente.

Incluso antes de la guerra, el hambre se había intensificado drásticamente en todo el mundo como consecuencia de los confinamientos por la covid-19, los conflictos enquistados en muchos países y los efectos del cambio climático. En 2021, había 1,5 veces más personas en riesgo de hambruna que en 2019, antes de la pandemia, informa la Organización Mundial de la Salud.

En el norte de Kenia, asolado por la sequía, fui testigo de cómo los cadáveres de ganado ensuciaban el paisaje y cómo familias de pastores desesperadas compartían las escasas cantidades de comida que les quedaban entre sus hijos y sus últimos animales. Muchas organizaciones que proporcionan ayuda alimentaria se enfrentan a decisiones imposibles, sin otra alternativa que reducir la cantidad, la calidad y la frecuencia de la asistencia alimentaria porque, sencillamente, no hay suficiente para todos. A pesar de que la financiación humanitaria está en un nivel récord, las necesidades superan el apoyo, y me aterra la idea de que no podremos alimentar a millones de niños hambrientos y a sus familias si no se cierra esta brecha de financiación.

El reto es grande, pero sabemos que podemos evitar esta crisis si actuamos ahora. Solo necesitamos la voluntad de hacerlo. Después de todo, la respuesta a Ucrania ha sido un modelo de solidaridad, con un 66% de las necesidades totales ya financiadas, de acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios. Será un fracaso moral si no asumimos el mismo compromiso para alimentar a millones de las personas más vulnerables del mundo y evitar que niñas como Hannah sean expulsadas de la escuela y se vean abocadas al matrimonio infantil.

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