La dinastía de los Golden State Warriors, una de las más prolíficas y brillantes de la historia de la NBA, no existiría sin Draymond Green. En ella Green ha sido soporte, motor y fuego, todo entrelazado en un cóctel indescifrable e inimitable. Su irrupción arrojó una ficha revolucionaria sobre el tablero, la de un molde sin posición que defensivamente lo sostenía todo, en la pintura y fuera de ella, mientras proyectaba el ataque mediante clarividentes secuencias de ritmo, pase y bloqueos. Actuando como falso interior se convirtió en un multiplicador colectivo. Un comodín competitivo.
Sin embargo (y a la vez), su elemento visceral, a menudo elevado a la enésima potencia, ha ido reafirmando que en ocasiones el enemigo también podía encontrarse en casa. Y tenía un juego de llaves. Su acción del pasado martes, pisando en el pecho al lituano Domantas Sabonis durante el último cuarto del segundo partido entre Kings y Warriors, provocó su expulsión y posteriormente la suspensión para el tercer encuentro, disputado el jueves. Según aclararía la propia NBA, justificada a causa de la suma de tres elementos: la jugada antideportiva, el desafiante comportamiento ante los aficionados en Sacramento y su problemático historial previo.
Ante la prensa, Green, de 33 años, expuso que Sabonis atrapó previamente su pierna, aludiendo a una provocación previa. Detalle que, siendo cierto, tampoco justificaba su desproporcionada reacción. En la práctica, su cortocircuito dejaba al conjunto de Steve Kerr sin uno de sus grandes ejes para un partido de imprescindible victoria, ya que jamás se levantó un 3-0 en contra en los playoff NBA.
Y aunque los Warriors salvaron ese tercer encuentro sin él, Green puso a su propio equipo sobre el abismo. Un escenario, el de competir en el alambre por su incapacidad de gestionar la ira, el de no hallar equilibrio entre vehemencia y control, recurrentemente peligroso. Este domingo, ya con Green, disputarán el cuarto partido en casa, en San Francisco, para igualar la eliminatoria.
La historia no es nueva. Ya durante el verano de 2016 Draymond recibió una llamada de Bob Myers, director general de la franquicia, con formas urgentes. “Si quieres tirarlo todo por la borda, dímelo”, le apuntó pidiendo explicaciones. El ejecutivo temía ya entonces perderle para la causa, preocupado por el desbocado desfile de acontecimientos que uno de sus pilares, renovado además solo un año antes, estaba protagonizando.
El 10 de julio de ese año, a la salida de un restaurante en East Lansing (Michigan), Green agredió al jugador de fútbol americano Jermaine Edmonson, aún universitario, tras un cruce verbal. Semanas antes, aún con la temporada en juego, sus explosiones anímicas le pudieron costar a los Warriors el segundo anillo consecutivo.
Green ya tuvo un incidente durante las finales de conferencia de 2016 ante los Thunder, propinando una patada a Steven Adams, por el que sería expulsado. Pero fue su sanción en la serie por el título, motivada por otro golpe bajo a LeBron James, entonces en Cleveland, la que más consecuencias tendría. Su sanción para el quinto encuentro de la eliminatoria, en el que los Warriors podían sellar el título jugando en casa, fue el inicio del fin. Los Cavaliers aprovecharían su baja y acabarían ganando tres veces seguidas a Golden State, logrando la remontada más heroica en la historia de las Finales.
El jugador reveló en alguna ocasión, tratando de dar sostén a sus volcánicas reacciones, que lo indómito en su carácter viene forjado por las dificultades económicas que atravesó su familia durante su infancia. “¿Qué haces cuando tienes que sobrevivir? Ir siempre al límite”, reconocía. Pero los efectos de su falta de control han perturbado la dinastía y obligado a una dosis extra de paciencia con él. “No hay forma de controlar eso en él, ha cruzado la línea durante estos años pero no habríamos ganado sin Draymond. Es la verdad”, se resigna el técnico Kerr.
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