“Abuelita, quisiera conocerte porque cuando yo nací, tú moriste, y desearía conocerte en mis sueños y en la vida real”, escribe, con una letra trémula pero expresiva, el pequeño André Marcavillaca. El trazo está hecho con lápiz y en un retazo de papel. Hacia abajo hay unas flores amarillas secas que coronan con delicadeza la escena. En esta mañana andina rociada de luz, todo sueño parece posible. El niño dobla la carta con sus manos, suavemente, como si en verdad esta viajara al cielo. La envuelve en otro papel más grande, la cierra y la mira. Es el Día de los Muertos y los Vivos (primer día de noviembre) y la vida resplandece en la Casita de los Picaflores, un centro psicológico en Urquillos, una comunidad campesina del Valle Sagrado de los Incas en Perú.
Jugar para vivir
El lugar fue fundado a inicios del 2022 por Giselle Silva, una psicoterapeuta peruana, con un propósito fundamental: atender a la salud mental y el desarrollo socioemocional de este pueblo, donde estos servicios son prácticamente desconocidos por la población local, pero en el que sí hay numerosos centros de meditación y retiro exclusivos para turistas a precios prohibitivos.
En todo el país, a pesar de los esfuerzos del Ministerio de Salud, ocho de cada 10 personas que necesitan atención para su salud mental no la reciben, según datos de la Defensoría del Pueblo. La región de Cusco, donde está Urquillos, carece de un Plan Regional de Salud Mental actualizado. De ahí que la Casita de los Picaflores cumpla el modesto, pero crucial, papel de actuar en esta zona donde son frecuentes el alcoholismo, la violencia intrafamiliar y el maltrato infantil. Y lo hace a través de la técnica del SandPlay o juego de arena.
Dicha técnica, creada por la psicóloga suiza Dora M. Kalff (discípula de Carl Gustav Jung) en los años cincuenta, consiste en recrear, sobre bandejas de arena, las emociones profundas usando las manos y generando escenarios con muñequitos y otras figuras. Silva, como directora, la ha puesto en marcha en este pueblo bilingüe (se habla quechua y español), con lo que logra que la humanidad —a veces turbada, a veces alegre— de los pequeños salga a la luz.
En Urquillos, el equipo de psicólogas ha incorporado a la metodología ingredientes propios de la cosmovisión andina. Entre las miniaturas que pueden escoger los niños (o los adultos), para crear su SandPlay, hay cóndores, casitas de corte rural y llamas. Luana Cusi Huamán, una niña de ocho años, cuya mirada expresa ternura, opta por colocar sobre la arena un puentecito sobre un riachuelo, similar al que pasa por la comunidad, y cerca de este, un cóndor. Otros de los niños que acuden al lugar, Manuel Pfari y Moisés Vargas, eligen sembrar la arena con plantas y flores como las que se ven por los campos andinos.
Para Silva, esta manera de desarrollar su profesión trata de lograr “un diálogo donde se coloca el corazón en el centro”. Por eso, el nombre de su centro hace referencia al picaflor o colibrí (Q’ente en quechua) que significa el coraje para emprender un viaje, el resucitar, el abrir el corazón, que considera dimensiones del proceso de recuperación psicológica. Un provceso que, en su opinión, debe tener en cuenta el entorno ecológico y familiar del ser humano. “Fortalecer la identidad cultural es un aspecto central de nuestro enfoque psicológico comunitario”, explica.
En ocasiones, las manos saben cómo solucionar un dilema con el que el intelecto ha luchado en vano
Carl Jung, psicoanalista
El centro también atiende a pacientes adultos, pero sobre todo realiza talleres con niños y adolescentes cada semana utilizando el SandPlay. En 2022, trabajó con 61 pequeños de entre 3 y 12 años. Unas tres decenas de mayores de edad también buscaron atención. Los cuadros más frecuentes que presentan son depresión, ansiedad y heridas psicológicas causadas por el maltrato, enumeran las psicólogas. “Muchas personas ni siquiera sabían que la ayuda psicológica existía. Se sorprendieron y se dieron cuenta de que les ayudaba”, acota Silva. Ernesto Vargas, presidente de la comunidad de Urquillos, quien dio cabida al proyecto en la comunidad, lo agradece en quechua: Noqaiky kusiskan kaiku chay picaflor wasicha sutiyuc. O lo que es lo mismo: “Nosotros estamos contentos con la Casita de los Picaflores”.
Jung dijo que, “en ocasiones, las manos saben cómo solucionar un dilema con el que el intelecto ha luchado en vano”. Eso parece ocurrir en este día de taller en el que, a pesar de tener entre 3 y 12 años, los niños no temen hacer memoria de aquellos que se fueron. No los recuerdan solamente poniendo angelitos o casitas. Uno de ellos ha colocado sobre la arena una calavera, una cruz y un ataúd. Como si desde una temprana edad supiera que la vida es breve. “Esa familiaridad con la muerte es parte de la vida cotidiana por estas tierras”, especifica Silva.
Bajo el manto del munay
Por estos lares andinos, no es raro que las personas fallezcan al caer de una casa cuando están poniendo unas tejas, en un accidente de carretera o ahogados en un río. Y por eso en esta comunidad el Día de los Muertos y los Vivos se siente de un modo distinto. Una costumbre es servir la comida que les gustaba a los difuntos en las casas el 1 de noviembre. Al día siguiente, los manjares siguen allí y los familiares se los comen. “Aunque ya no tiene sabor, porque el sabor se lo llevaron los difuntos”, afirma Rebeca Quispe, psicóloga del equipo.
Tanto ella como sus cinco compañeras son de distintas partes de Cusco. Silva la conoció casualmente y le ofreció trasmitirle sus conocimientos sobre la novedosa técnica psicológica que le interesaba aplicar en esta comunidad. Quispe le preguntó si podía traer a unas compañeras, y a la semana siguiente llegaron ocho psicólogas, atraídas por la posibilidad de ofrecer salud mental a poblaciones rurales y vulnerables.
En la Casita de los picaflores, el ‘munay’, que significa amor en quechua, es la base de todas las relaciones e interacciones sociales
Todo se hace bajo el manto del munay, un término quechua, el idioma nativo, que significa amor en su más amplia acepción y es unos de los principios de la cosmovisión andina y de la convivencia entre semejantes. Supone reciprocidad, es la base de todas las relaciones sociales y debe estar presente en toda interacción. Tal palabra está pintada en una de las paredes de la Casita de los Picaflores, a la que se llega a pie por un camino de tierra flanqueado por árboles. Los niños, los padres de familia y las autoridades saben que sin munay no hay unidad ni curación.
A Alexander Gutiérrez, un niño de aire frágil y desamparado, víctima de maltrato infantil, esta filosofía y el SandPlay le han ayudado. Ahora sonríe y deja un poco al lado su pena. En este lugar se siente “libre y feliz”. Se ha construido incluso un traje de águila, con el que parece querer renacer y volar alto.
Afuera y adentro, arriba y abajo
Asimismo, existen tres reinos en distintos niveles, pero que no están separados: el Hanan Pacha (el mundo de arriba), el Kay Pacha (el mundo de los seres vivos) y el Uku Pacha (el mundo de abajo). En el primero están los dioses, o animales, como el majestuoso cóndor; en el medio, los humanos y los animales terrestres, como el puma; abajo, según algunos, los demonios, las serpientes, pero otras versiones sostienen que también están las semillas, los bebés, las posibilidades de que algo florezca. Como fuere, no es algo binario, ya que los mundos juegan entre sí.
Por este motivo, el Día de los Muertos y los Vivos es también una fiesta, y los pequeños ven con cierta naturalidad el fin de la vida. Un niño de ocho años tiene la capacidad de comprender —tras armar en la arena una casita con un cementerio— que su tía ya no está, pero que se volverá a encontrar con ella en el Hanan Pacha.
En ese tráfago, que navega entre la tradición andina y las emociones que saca el SandPlay, los niños aprenden a entender retazos de su breve vida y ver posibilidades de futuro. “Nuestro trabajo tiene una mirada intercultural, ecosistémica e integra conocimientos provenientes de la psicología, el psicoanálisis, la educación, la antropología y las artes expresivas”, afirma Silva. Y eso cura heridas, provee otras rutas desde la cosmovisión propia. Le ha cambiado un poco la vida a Alexander, a Moisés, a Luana, a sus propios padres, en este pequeño pueblo cusqueño, donde la luz andina parece alumbrar cierta esperanza.
En un momento de gran convulsión social en el Perú, sugiere Silva, “promovemos un encuentro entre peruanos”. En la Casita de los Picaflores hay una paz que no se respira en otras ciudades y pueblos de este país, cargado de heridas, desencuentros y falta de munay.
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