Por qué somos vulnerables al fanatismo | Salud y bienestar

Una de las arduas tareas que tenemos a veces los psiquiatras es escuchar el discurso de un paciente y determinar, en un informe, si lo que dice es un delirio. Junto con las alucinaciones y la desorganización de pensamiento, el delirio es el síntoma psicótico por antonomasia, afectando aproximadamente al 3-5 % de la población a lo largo de la vida. El estudiante principiante se lanza enseguida al criterio de la veracidad de la idea (si es falsa, es un delirio); pero la experiencia clínica nos indica que es un criterio insuficiente (1 + 1 = 3 no es un delirio, es simplemente un error) y que incluso hemos visto delirar a alguien con un contenido veraz (por ejemplo, un paciente con delirio de celos siguió teniendo el mismo síntoma cuando su mujer, harta de tanta suspicacia interpretativa y tanta imaginación, decidió tener una aventura extraconyugal).

En cambio, hay otras características de la idea delirante que la definen de forma más precisa, y la sorpresa es comprobar que nos son muy familiares, porque son compartidas, en mayor o menor medida, con el pensamiento fanático que nos rodea (o que habita en nosotros mismos, aunque no lo reconozcamos):

  1. El delirio es fijo, inmodificable, impermeable a la argumentación y la evidencia. Al delirante, el contraste de sus ideas con la realidad, o con las ideas discrepantes, le exalta, le enerva, le saca de quicio, por lo que en general tiende a defenderse y aislarse. Asediado por una conspiración planetaria contra él, en la que están involucrados la CIA, el Mossad y una inopinada ETA renacida, dramáticamente exclama: “Pero, ¿es que no lo veis? ¿O es que os habéis vuelto todos locos?”. Entonces nos gustaría ayudarle más, acercarnos a su inefable sufrimiento, acompañarle, pero parece surgir entre nosotros un abismo de incomprensión. El delirio, por definición, es una entidad individual: aísla al sujeto, le conduce hacia la soledad y la lejanía del mundo. Por el contrario, el fanatismo es grupal y el mismo rechazo al contraste de las ideas conduce a la polarización, a la retroalimentación positiva de opiniones iguales.
  2. La convicción absoluta. Decía Carlos Castilla del Pino que el delirio no es una creencia sino una evidencia. El paciente no cree ni imagina que le pueden haber puesto cámaras y micrófonos en su habitación: súbitamente lo sabe y lo padece.
  3. La invasividad. El delirio crece y crece y se impone en la vida psíquica del sujeto, que no puede dejar de rumiar sus ideas e invierte todo su tiempo en reafirmarlas y expresarlas. El delirio no es una idea fría e indiferente, sino que, al contrario, implica mecanismos básicos de supervivencia.
  4. La resonancia afectiva. El paciente siente terror, angustia, odio, desasosiego, perplejidad, indefensión… Su vida sentimental gira en torno a esta nueva realidad que ha descubierto. Los problemas surgen cuando esta afectivización extrema y esta distorsión de la realidad alcanzan la conducta. Así diagnosticamos los delirios; pero la pregunta es si existe una continuidad, una mera variación cuantitativa, entre el delirio, el fanatismo y nuestras propias ideas.

Los seres humanos tenemos fe en determinadas asunciones, por una propensión básica hacia la confianza. El niño en crecimiento no va testando científicamente cada elemento de su universo infantil, sino que confía en sus padres, que le guían y transmiten modelos de certidumbre. De adolescente y joven se fía de amigos, profesores, allegados, parejas… Y da por buena una determinada visión compartida de la realidad con la que se siente cómodo: las cosas son, más o menos, así. Pero sabe, o debería saber, que esta interpretación de la realidad es falible y es el resultado de una biografía, unas influencias, un entorno cultural, que podían haber sido diferentes.

Por ello, puede disfrutar contrastando sus ideas a través del diálogo, porque alguien, con otra mirada y otro recorrido histórico diferente, puede tener parte de razón y completar su mirada parcial. Podrá también acudir a la ciencia y evaluar si sus asunciones son compatibles con el conocimiento actual. Puede sentirse afortunado porque su época le permite analizar volúmenes ingentes de datos y así poder rectificar o ajustar sus creencias a los números objetivos. Darse el placer de decir: “¡Es verdad, pero qué estúpido era!”. O sea, tener una representación de la realidad sana, permeable a la evidencia y al contraste de opinión, y una fortaleza en sí mismo que permita asomarse al otro, no huir de él. Como dijo Carl Rogers, “se necesita mucha seguridad y valor para ponerse en el riesgo de comprender al otro”.

El fanatismo es cobarde y huye del otro y de la realidad. Busca nichos de homogeneidad, lugares de trabajo en el que todos sus integrantes celebran votar al mismo partido, reuniones donde la autoridad del líder “va a misa”, comunidades virtuales que recirculan materiales de desecho que marcan una frontera entre “los que tenemos razón” y los demás. Por eso, creo que es saludable reflexionar sobre qué relación tenemos con nuestras propias ideas y con las diferentes, no vayamos a ser más fanáticos de lo que pensamos. ¿Te parecen los demás, los discrepantes, unos inútiles, tontos, netamente equivocados? ¿O, más bien, malintencionados, codiciosos, opresores en potencia? Es habitual que el grupo fanático se sienta cómodo en el rol de víctima y busque agresiones en el espacio y en el tiempo para concluir que esos crímenes se perpetraron contra él (recuerda a la autorreferencialidad psicótica). Y el grupo fanático perseguirá siempre al traidor, como señala Amos Oz en Contra el fanatismo. Traidor es quien cambia a ojos de los que no pueden cambiar y no cambiarán nunca…

El reto está en cómo intervenir para que estas tendencias humanas hacia el fanatismo, esa iluminación delirante, se encaucen en un debate político saludable. Una opción es promover la metacognición, es decir, la reflexión honesta sobre nuestro propio pensamiento, su historia y su falibilidad (no quiere decir esto despojarse de convicciones). Crear condiciones de diálogo, con un mínimo sosiego y confianza en instituciones estables, sólidas, independientes del signo político. Favorecer el mestizaje y el intercambio reflexivo de perspectivas, el trabajo conjunto entre discrepantes. Escuchar a los expertos y científicos independientes, contrastar las opiniones con datos y exámenes rigurosos, desideologizados. Ser consciente de que el ser humano en un gueto —real o digital— tiende a fanatizarse. Detectar e identificar ese fanatismo, reconocer el potencial dañino que tiene para la convivencia y calcular el riesgo de concederle todos los focos. Promover líderes tolerantes, que sepan que nadie tiene la razón siempre y en todo momento. Repetir una y otra vez que la vida es muy rica y compleja, y nunca un eslogan, un esquema o una mirada única pueden abarcarla.

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