El barrio La Guacharaca está en lo alto de una de las montañas de la ciudad de Esmeraldas y se ha convertido en un reducto de los Tiguerones, una de las cuatro bandas delictivas que intenta tomar el control de esa provincia de Ecuador que lleva el mismo nombre. En este sector, como en casi toda la ciudad, no hay agua potable, ni vías asfaltadas, las personas viven con mucha precariedad, el único desarrollo visible es que las casas han pasado de ser de caña y madera, a ladrillos y techo de zinc.
Las obras no llegan por las autoridades sino que se levantan con dinero del crimen organizado, como la única cancha de fútbol que hay en la zona y que fue construida por los miembros de la banda que establecieron su centro de operaciones en lo más alto de la colina, donde incluso fabricaron una piscina de libre acceso para los que viven ahí. Justo a lado, hay una casa rodeada de ventanas con vidrios reflectantes donde la Policía incautó cámaras de videovigilancia y equipos de comunicación. “Así monitoreaban todo el barrio, quién entra y quién sale”, explica Fausto Buenaño, comandante de la Policía en Esmeraldas, la zona más violenta de Ecuador, donde inicia la ruta de la droga que llega desde Colombia y que se exporta a Europa y América del Norte.
En esa cancha con grafitis que identifican a la banda con un tigre y armas, un grupo de niños entre 5 y 12 años juega al fútbol, mientras dos niñas se deslizan por la calle de cemento en un pedazo de cartón abriéndose paso entre los policías y militares armados que ejecutaron un operativo de control. Por las noches, en ese mismo lugar, se reúnen los miembros de la banda, en su mayoría adolescentes y jóvenes menores de 25 años, que han sido reclutados y entrenados en Colombia en el uso de armas y tácticas militares. Por eso no se ven chicos de esas edades en las calles, los barrios se han quedado para las mujeres, niños y ancianos. “A los jóvenes los esconden para que no se los lleven y los que tienen el dinero, los han enviado fuera de Esmeraldas”, dice una mujer.
Los 40 uniformados parecen no alterar en mucho la rutina de la gente, acostumbrados a vivir militarizados bajo decretos de estado de excepción. Los habitantes se asoman en las ventanas a mirar lo que pasa, los niños se cruzan entre los policías y siguen jugando. “Ya les avisaron que subíamos, así que ninguno de ellos debe estar aquí, los delincuentes pertenecen a estos barrios, crecieron aquí y muchas de estas personas son sus familiares”, dice el comandante Buenaño.
La Guacharaca es un búnker. La única forma de que una persona externa al barrio pueda entrar es con un contingente de policías y militares, chalecos antibalas y casco. “Ellos tienen ojos en todas partes”, dice una de las habitantes y se calla. El silencio también predomina en la provincia y razones le sobran. En octubre de 2022, en un puente peatonal a la entrada de La Guacharaca, dos cuerpos fueron colgados y una cabeza fue encontrada en sacos, la barbarie de los crímenes dejó en evidencia que detrás de esto también está la mano de los cárteles mexicanos.
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En lo que era una población pacífica, la Policía de Investigaciones ha identificado que hoy operan por lo menos cinco bandas criminales: Choneros, Los Gangsters y Los Patones, que tienen vínculo directo con el cártel de Sinaloa, y Tiguerones, en alianza con el grupo de disidentes de las FARC, y Urias Rondón, con influencia en Esmeraldas, que recibe el apoyo logístico, armas y financiamiento del cártel Jalisco Nueva Generación.
A algunos de estos grupos tan solo los separa una calle. “Se matan a diestra y siniestra, lo único que podemos hacer es escondernos debajo de la cama”, explica Mauricio, quien vive en el sector de La Ribera, donde tiene influencia el grupo criminal Los Gangsters. La disputa por el territorio ha acorralado a la población que se desangra con 671 muertes violentas desde el 2022, convirtiendo Esmeraldas en la provincia con la tasa más alta de homicidios. Son 70 crímenes por cada 100.000 habitantes.
Pero lo que ocurre en esta zona ha sido advertido desde hace más de dos décadas, cuando habitantes de la frontera norte ecuatoriana cruzaban a Colombia para la cosecha de la hoja de coca y el negocio del tráfico de cocaína comenzó a sustentar la economía de los hogares, donde la pobreza alcanza al 63% de la población, una de las más altas de Ecuador.
La situación resonó con mayor fuerza a raíz del acuerdo de paz entre el Gobierno de Colombia con las FARC en 2016, por el impacto que podría tener con los grupos que no firmarían el acuerdo. Tan solo dos años después, las disidencias peleaban el territorio también en Ecuador, justo en la zona fronteriza donde está Esmeraldas. Así llegó el primer coche bomba que destruyó buena parte del cuartel de policías de la localidad de San Lorenzo y que no dejó ningún herido. Movidos por ese suceso, el equipo periodístico de El Comercio se trasladó a la zona, donde fue secuestrado y asesinado por el grupo Oliver Sinisterra en la población de Mataje, al borde de la frontera.
El Gobierno ecuatoriano siempre ha respondido con más presencia militar temporal, aunque la raíz del problema de inseguridad es más profundo, está ligado al abandono histórico de los Gobiernos en la provincia de Esmeraldas, que tiene alrededor de 650.000 habitantes, en su mayoría afroecuatorianos y cuna de los grandes deportistas del país. Es la población con el índice de desempleo más alto de Ecuador, donde 9 de cada 10 no tiene un empleo pleno e intentan sobrevivir del trabajo informal y la pesca artesanal porque, además, todos los comercios están bajo ataque permanente de los criminales que cobran extorsiones.
En el centro de la ciudad de Esmeraldas, más de la mitad de los negocios están cerrados. Los que se mantienen pagan las llamadas vacunas o han tenido que hablar directamente con los grupos criminales para negociar una tregua, como Andrés, nombre ficticio, que tiene un local de alimentos y fue hasta el barrio La Ribera. “Hablé con el jefe de la banda porque me amenazaron que si no pagaba hasta ese día los 300 dólares, me lanzarían una bomba”. El contacto ha ayudado a unos meses de tranquilidad, ya no paga la extorsión, pero no sabe hasta cuándo se lo permitirán.
En Esmeraldas todo se apaga lentamente. El clima caluroso siempre propiciaba los encuentros de la gente en la calle o en el malecón a orillas de la playa, donde resuena la marimba, que es el instrumento tradicional de la cultura afro. La provincia era el lugar turístico de los capitalinos por ser la playa más cercana a Quito, una parte de la población vivía del turismo nacional que la inseguridad ha ahuyentado.
Justo después del feriado de Semana Santa, el puerto pesquero de Esmeraldas, que está a lado de un control militar de la Marina de Ecuador, fue blanco de una nueva masacre. Nueve personas fueron asesinadas sin discriminación alguna por un comando de 30 sicarios que desembarcaron por tierra y mar. Dos semanas después del brutal ataque, la pesca sigue llegando, pero nada es igual. “Mataron a personas que trabajaban todos los días en esto, personas de la tercera edad, con discapacidad, nos da mucha pena no verlos de nuevo”, dice una vendedora de comida.
“No había un objetivo, mataron al que no alcanzó a correr”, dice uno de los sobrevivientes, “afortunadamente ese día la marea estaba alta y unos pudieron lanzarse al mar y nadar”. Pero no todos corrieron esa suerte, los criminales dispararon al agua y asesinaron a dos personas, que intentaron esconderse debajo de la vereda. Las huellas de las balas están en las paredes y puertas de metal de las bodegas del puerto donde limpian y guardan la pesca.
Los pescadores que estaban acostumbrados a madrugar, ya no empiezan temprano la faena, ni se quedan tarde. Tampoco creen que la violencia se detenga ante el alto nivel de impunidad y porque hasta ahora las soluciones del Gobierno han sido temporales y de corto plazo, basados en la presencia militar y policial, que ni cuenta con los recursos para operaciones más efectivas, ni tienen el armamento. Para los esmeraldeños nada cambia después de cada matanza.
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