Matthew Cobb (Woolverstone, Reino Unido, 66 años) es zoólogo. Como hacen muchos otros científicos, trata de hacer abarcables problemas que no lo son dividiéndolos o buscando otros análogos, pero más asequibles. Este profesor de la Universidad de Mánchester estudia el sentido del olfato de gusanos que tienen 21 células en su nariz, para tratar de entender lo que pasa en la nuestra, que tiene cuatro millones.
Hace unos días impartió en Madrid, en la Universidad Autónoma, la VIII Conferencia Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno hablando de La idea del cerebro, un título que coincide con el de su último libro. En él, habla del pasado de la neurociencia, de los avances de las últimas décadas y de lo poco que sabemos sobre el órgano donde reside nuestra consciencia. Cobb, que también ha publicado un libro sobre la carrera para descifrar el código genético, pone aquella epopeya como ejemplo de la capacidad humana para enfrentarse con éxito a grandes enigmas haciendo las preguntas adecuadas y desarrollando las tecnologías necesarias.
Pregunta. En su libro habla de cómo los científicos emplean metáforas para hacer más comprensibles algunos problemas o como forma de inspiración. ¿Hay metáforas sobre el cerebro que están ya agotadas o que entorpecen el progreso?
Respuesta. Primero pensamos en que los ordenadores deberían ser como cerebros. Ahora, la metáfora es que el cerebro es un tipo de ordenador, algo que hasta cierto punto es cierto. Pero aunque conocemos los cálculos que están teniendo lugar en tu teléfono ahora mismo, porque sabemos cómo ha sido diseñado, conocemos muy poco la computación, a nivel celular, que explique cómo es un animal determinado. Por qué está decidiendo girar a la derecha o a la izquierda o moverse hacia la luz. La metáfora del ordenador puede ser útil, puede ayudarnos a entender lo que sucede en el cerebro, pero es probable que se esté agotando. Necesitamos pensar en lo que hace el cerebro en formas más orgánicas y no en formas digitales en un soporte de silicio.
Los cerebros y los sistemas nerviosos no son digitales, son principalmente analógicos. No son como ninguna máquina que hayamos construido. Cuando estás cansado, no funcionas igual de bien. Tu ordenador sigue siempre igual mientras le dure la batería. Nosotros tenemos hormonas que cambian cómo funciona nuestro sistema nervioso… Así que la metáfora del ordenador puede ser útil para explicarle cosas al público, pero creo que ya no es una fuente de inspiración para los científicos.
P. ¿Nos estamos acercando, al menos un poco, a comprender el cerebro?
R. Hay una investigadora americana que se llama Eve Marder y que ha pasado toda su carrera estudiando a las langostas; pero no su cerebro, sino su estómago. Las langostas tienen un estómago con músculos que trituran la comida y tiene 30 neuronas que controlan las contracciones. Ella lo sabe todo sobre esas neuronas, sobre los genes que se expresan, las hormonas que les afectan… Lo sabe todo y aún así no puede explicar por qué las 30 neuronas solo producen esos dos ritmos y no puede hacer predicciones, empleando modelos informáticos, sobre lo que pasará en el sistema si elimina una de esas neuronas. Estamos en un estado de ignorancia completa sobre las redes neuronales reales, incluso sobre esas que ni siquiera están en el cerebro y que simplemente producen dos ritmos.
Tenemos guerras terribles, pero somos muy colaborativos y criábamos a los hijos en grupo
Al final del siglo XIX hubo una gran ola de duda que se extendió sobre toda la ciencia. La gente empezó a pensar que nunca entenderíamos nada en biología. Esto dio lugar al vitalismo, a la idea de que había fuerzas vitales para explicar el fenómeno de la vida. La respuesta de los científicos a partir de la década de 1920 fue tratar de reducir los problemas a explicaciones más fundamentales. Y así vieron que los genes no eran fuerzas. Al principio pensaron que estaban hechos de proteínas y luego vieron que estaban hechos de ADN. Luego entendieron la estructura del ADN y comprendieron cómo un gen podía producir una proteína y empezar a saber algo sobre cómo funciona la vida. Y eso se logró intentando reducir el problema a su aspecto más simple. Mi sensación es que el tipo de trabajo que Eve Marder está haciendo nos permitirá avanzar en esa dirección.
P. ¿Tenemos alguna idea sobre cuándo surge la consciencia en el proceso evolutivo, si existe en los animales y si su consciencia se parece o no a la nuestra?
R. Darwin estaba muy interesado en este problema de cómo surgía la consciencia y encontró una solución fácil. La forma del cerebro determina tu comportamiento y a eso le llamamos consciencia. Hay una relación entre la materia y el pensamiento y Darwin dijo: si eso es cierto, la selección natural, que nos da manos, que da a la jirafa un largo cuello, también va a cambiar la forma de tu cerebro y, con ella, tu comportamiento. Así se puede explicar por qué diferentes animales se comportan de formas distintas. Aunque era reticente, escribe también sobre evolución humana y publica El origen del hombre, porque su amigo Russell Wallace, que se había interesado mucho por el espiritismo, defendía que los humanos eran algo separado, que no estábamos sujetos a las mismas leyes, algo con lo que Darwin discrepaba.
En este libro hay una comparación de la estructura cerebral de todos los primates y Darwin observa que no hay una diferencia de tipo, sino que solo hay una diferencia de grado. La estructura es básicamente la misma, con ligeras diferencias en la organización, por ejemplo, en los gorilas; aunque si lo miras desde fuera, la apariencia es muy similar. Así se puede ver como una lentísima evolución ha producido cerebros diferentes y distintos comportamientos. Obviamente, hay cosas que yo puedo hacer y un gorila no, como hablar contigo.
Si preguntas al dueño de un perro te dirá sin dudar que es consciente, pero no se puede probar. Con un humano tampoco.
Somos muy similares a nuestros parientes cercanos, pero tenemos diferentes ecologías. Los humanos son muy cooperativos. Tenemos guerras terribles, pero somos muy colaborativos y criábamos a los hijos en grupo, aunque no lo hagamos ahora. Es una forma de crianza que no vemos en los grandes simios. Además, estamos estrechamente relacionados genéticamente. Los estudios genéticos nos dicen que hace 70.000 años había unos 10.000 humanos. Algo muy malo que desconocemos pasó en África y vemos esa restricción de la variación genética, así que somos muy parecidos y la cooperación está inscrita en nuestra sociedad. Si miras los enfrentamientos de los chimpancés, son terribles, y tienen unos niveles de intimidación y violencia que, aunque exista en las sociedades humanas, no están en su esencia.
La esencia humana es la colaboración y es lo que nos ha dado nuestro poder. Los pulpos son muy inteligentes, tienen recuerdos y hacen cosas maravillosas, pero ¿quién manda? Nosotros. Los pulpos son solitarios, solo se unen para aparearse. No podríamos haber salido de África y llegar a colonizar el Ártico en solitario. Ningún otro animal lo ha conseguido, y esa inteligencia se ha desarrollado por nuestra ecología.
No sé si otros animales son conscientes, es difícil de probar. No sé si tú eres consciente. Asumimos que otras personas son conscientes, porque lo necesitamos para vivir. Y volviendo al gorila, si miras a uno es difícil no pensar que tiene unos sentimientos parecidos a los nuestros. Incluso los perros o los gatos. Si preguntas al dueño de un perro te dirá sin dudar que es consciente, pero no se puede probar. Con un humano tampoco.
P. ¿Crees que será posible volcar la mente en un soporte cibernético para conseguir la inmortalidad, como plantean algunos transhumanistas?
R. Esta idea está un poco anticuada, porque, aunque lo planteen en terminología tecnológica o neurocientífica moderna, se está pensando un poco como Descartes, que hay un cerebro conectado con un espíritu que es tu mente. Y es esa mente la que quieren poner en un dispositivo. Pero tienes 80.000 millones de neuronas, trillones de trillones de sinapsis y tus neuronas no son binarias, no sabemos como capturar lo que estás pensando ahora como si fuese el equivalente en un ordenador. En un ordenador hay chips que responden a la pantalla o al teclado, y en un ratón puede haber estructuras cerebrales que responden, por ejemplo, a los olores. Pero al cabo de unas semanas, esas neuronas cambian, y el animal sigue respondiendo a olores, pero las neuronas que lo permiten son diferentes. Tienes distintas neuronas representando el mismo estado que hace tres semanas. De momento esto solo se conoce en ratones, pero asumo que será similar en humanos. Sin embargo, en la máquina, eso está fijado, las mismas estructuras haciendo las mismas cosas.
P. La gente que está fascinada con las posibilidades de ChatGPT, y de la inteligencia artificial en general, ¿no puede estar cayendo en una trampa de nuestra teoría de la mente?
R. Totalmente. Eso le pasó a aquel ingeniero de Google que decidió que había hablado con una máquina consciente y fue a contarlo en la prensa. Luego le echaron, con razón. Se estaba engañando a sí mismo y para ti eres la persona más fácil de engañar. Dick Feynman decía que la esencia de la ciencia está en tener cuidado con no engañarte a ti mismo.
Con ChatGPT me he preocupado como profesor. Le di exámenes que hago a mis alumnos y no produce buenas respuestas, pero tampoco son horribles. Es posible que consiguiese algún aprobado en la universidad. Pero pensé que lo podemos evitar si hacemos preguntas más complicadas. Y también les he dado textos escritos por ChatGPT a mis alumnos y se dieron cuenta de que es un poco pobre; fueron críticos y supieron que las referencias al final del artículo eran todas inventadas. Esto es un reto, porque escribe cosas verosímiles que son falsas. Sobre estas tecnologías me preocupa la desinformación que pueden favorecer, más en política que en el mundo académico. Pero sobre la posibilidad de que ganen consciencia, creo que lo que tenemos ahora no tiene nada que ver con eso. Primero me tendrán que dar un sistema que prediga la forma de moverse de las larvas de mosca o que comprenda el estómago de una langosta.
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