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La primera alerta se dio el sábado 24 de septiembre. En punta Pardelas, ubicada en el golfo Nuevo de la península de Valdés (Argentina), se encontró una ballena adulta muerta. Luego fueron apareciendo más: cinco, diez, 18 casos. Dos semanas después, tras hacer un vuelo aéreo por la zona, el Programa de Monitoreo Sanitario Ballena Franca Austral (PMSBFA) reportó un total de 30 ballenas muertas: 26 adultas y cuatro juveniles. Se trató de una cifra preocupante: no solo eran varias muertes al mismo tiempo, sino que habían sucedido en ese golfo particular, en la provincia de Chubut, que es área natural, una de las regiones con mayor concentración de mamíferos marinos del mundo y a donde van las ballenas francas australes a reproducirse y tener sus crías.
La sospecha inmediata fue la marea roja. Lo señalaban las muestras de plancton y de bivalvos (moluscos) que se tomaron en la zona. Lo confirmaron después los cuerpos de las ballenas. Tras practicarles una necropsia a nueve de ellas, investigadores del Instituto de Conservación de Ballenas afirmaron que habían detectado “toxina paralizante de moluscos” en diversos tejidos de cinco de las ballenas. Concluyeron que habían muerto debido a la floración de algas nocivas, conocida popularmente como marea roja.
“Estas floraciones afectan a algunos organismos y a otros no”, explicó la doctora Marcela Uhart, codirectora del PMSBFA en un comunicado. “Por ejemplo, los bivalvos como mejillones y cholgas no se ven afectados y actúan como concentrados y vectores, facilitando que las toxinas pasen a otros organismos superiores de la cadena alimentaria”. “Algunas toxinas tienen propiedades paralizantes y afectan el sistema respiratorio, pudiendo causar la muerte por asfixia. Otras afectan el sistema gastrointestinal y nervioso”, agregó.
En el caso de las ballenas, comenta Alejandro Arias, especialista de Paisajes Costero Marinos de la Fundación Vida Silvestre Argentina, se ven afectadas porque se “comen” directamente el plancton. “Las ballenas son filtradoras. Es decir, filtran directamente el plancton y, si tiene esas condiciones de toxicidad, les genera la muerte”, asegura el miembro de esta organización que, en su momento, les facilitó el acceso a varios investigadores para que pudieran entrar a las playas de la Reserva de Vida Silvestre San Pablo de Valdés, en Chubut, para hacer los análisis.
Aunque los fallecimientos por marea roja no son algo nuevo, el caso de las 30 ballenas es “absolutamente extraordinario”. Así lo define Nora Montoya, jefa del Programa de Química Marina y Marea Roja del Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero de Argentina (INIDEP). Recuerda que la primera vez que vivieron las consecuencias de la marea roja fue de manera “bastante trágica”. “En 1980 un barco pesquero que estaba precisamente frente a la península de Valdés, donde se produjo ahora la mortandad de ballenas, tomó mejillones para consumirlos. Se intoxicaron y murieron dos tripulantes”.
Desde entonces Argentina ha desplegado un sistema de control y monitoreo. Las autoridades sanitarias rastrean los moluscos para certificar que no contengan biotoxinas, un plan que ha sido en su mayoría exitoso. “El último fallecimiento de un humano por marea roja reportado fue en 2011. Unas personas comieron mejillones sin controlar en la zona del golfo de San Jorge a pesar de que el guardavida les advirtió que había marea roja y que podían tener toxinas. Pero no hicieron caso: tres personas se intoxicaron y una sí murió”.
Pero el programa que maneja Montoya es aún más complejo, pues consiste en investigar qué tan frecuentes son las mareas rojas, cómo afectan el ambiente y qué impacto tiene sobre otros organismos. Junto a las 30 ballenas, por ejemplo, también se reportó la muerte de aves, pingüinos y un lobo marino. “Siempre hay casos esporádicos, pero en mucha menor magnitud de lo que estamos viendo ahora”, asegura. Y es que en general, comenta, a nivel mundial se ha observado que estas se están haciendo más frecuentes y más intensas debido a ciertas actividades humanas.
Un estudio publicado en la revista científica Harmful Algae, en el que se exploró cómo habían aumentado los registros de fitoplancton tóxico y toxinas asociadas en muestras de agua de la plataforma patagónica Argentina —de la cual hace parte la península de Valdés— entre 1980 y 2018, encontró que, efectivamente, los registros aumentaron de 124 para el período entre 1980-1992 a 638 en 2006-2018. Esto, claro, está relacionado con que la alerta por las mareas rojas ha aumentado y, como resultado, se han tomado más muestras para explorarlas. Sin embargo, el documento también explica que cambios relacionados con el clima del océano, como mayor frecuencia de tormentas y olas de calor marinas, así como la contaminación, han provocado brotes de algas tóxicas “más frecuentes y graves”.
La región del Atlántico Sudoccidental, además, “ha sido identificada como un punto caliente en el que la temperatura de la superficie del mar aumenta más rápidamente en comparación con otras regiones”.
Esto no quiere decir que se sepa –por lo menos aún– cuál fue la causa exacta que potenció la marea roja que mató a las 30 ballenas y otros animales. Como lo señala Luisina Vueso, coordinadora de la campaña de océanos de Greenpeace Argentina, el cambio climático pudo jugar un rol. “Entre los muchos servicios ecosistémicos que presta el mar está el de absorber el exceso de calor que se genera por el cambio climático. Sin embargo, esto implica que los mares mismos se calienten y empiecen a colapsar”, señala. A esta crisis global, además, se suma el panorama local de la región, como eventos como el fenómeno de la Niña o el Niño. “Pero para poder afirmar todas estas hipótesis debemos hacer estudios y eso es en lo que estamos trabajando en estos momentos”, recuerda Montoya.
Algo en lo que sí hay una señal más clara, agrega, es que las mareas rojas en esa zona suelen ocurrir entre octubre y noviembre. Esta vez, en cambio, el brote llegó en septiembre, justo cuando las ballenas todavía estaban en la región para cumplir su ciclo de reproducción y alimentación, ya que es hacia octubre cuando empiezan a migrar a otras partes del mundo. “Coincide entonces que se adelanta la marea roja, que fue muy intensa, y las ballenas no habían empezado a retirarse”, comenta.
Y aunque es una tragedia, Vueso, de Greenpeace, cree que puede ayudar a poner de nuevo sobre la agenda un tema esencial: la protección de los mares, sobre todo en zonas internacionales, en territorios que no pertenecen a ningún país, pero son de todos a la vez. El golfo de Valdés, por ejemplo, es una zona protegida por su país, donde el PMSBFA monitorea a las ballenas. Pero las políticas climáticas de China o la contaminación que se da en mar abierto, en territorio de nadie, también lo afecta. “El mar es un bien común que sigue desprotegido”, asegura. “Y la muerte de estas ballenas francas, un animal icónico, ayuda a poner perspectiva sobre la necesidad de tener políticas reales e internacionales para proteger los mares”.