Maira percibió un brillo extraño en los ojos de su hermano mayor. Intuía en él una determinación absoluta, una osadía que ponía a prueba los límites de la prudencia. Estaban en casa de su madre, una pequeña construcción junto a una ladera que desemboca en un arroyo de aguas negras. La noche era limpia y serena.
—Usted está tan loco con esa vaina del periodismo —le soltó de repente Maira— que me denunciaría hasta a mí.
—Si hiciera las cosas mal, sí. Sin duda—, contestó él.
No bromeaba. Rafael Moreno Garavito administraba desde hacia seis años una página de Facebook en la que denunciaba la corrupción de la región colombiana en la que vivía, una de las más peligrosas del país. Había expuesto a amigos y a antiguos compañeros políticos que ahora le giraban la cara cuando se los encontraba por la calle. No vivía en el mejor sitio para ser un incordio. En Córdoba, una tierra húmeda y sofocante del mar Caribe repleta de lugares inaccesibles, proliferan el tráfico de cocaína y los grupos armados. Moreno ejercía el oficio en la boca del lobo, aunque no ganaba dinero con él. Cada semana conducía cinco horas el coche de un amigo hasta una lonja para comprar pescado que después revendía a sus vecinos. Y hace unos meses montó con la ayuda de unos socios un lavadero de coches y un restaurante que llevaba su nombre. Hasta allí le siguieron.
El domingo 16 de octubre, un muchacho con una camiseta blanca de manga larga y una gorra que le ocultaba parte del rostro entró en Rafo parrilla mientras el periodista contaba la recaudación del día. El joven echó un vistazo y en cuestión de segundos se metió la mano dentro del pantalón y sacó una pistola con la que disparó tres veces. Después huyó por otra puerta a toda prisa. El momento ha quedado inmortalizado por las cámaras de seguridad del negocio. Los clientes y los dueños de las tiendas de al lado se encontraron a Rafael tendido en el suelo, todavía con un puñado de billetes en la mano que poco a poco fue soltando mientras se le iba la vida.
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El asesinato del periodista continúa, dos semanas después, envuelto en el misterio. Nadie ha sido detenido ni se conoce que la policía siga una línea clara de investigación. Moreno acusó a concejales, alcaldes, gobernadores y hasta a colegas de profesión. Sus vídeos son un alegato contra las mafias que se adueñan de los contratos públicos de la administración. Solo en los últimos meses, expuso que en su pueblo, Puerto Libertador, habían inflado el precio del transporte escolar o que todavía no se había inaugurado un estadio municipal con sobrecostes. “Puede haberlo asesinado cualquiera. Tiró piedras a muchos lados”, sostiene el número dos del Ayuntamiento de esa ciudad, Rafael Martínez, un viejo amigo del informador que tampoco se ha librado de aparecer con asiduidad en sus publicaciones.
Lo ocurrido ha avivado el miedo del resto de periodistas de la zona. El miércoles homenajearon a Rafael en el salón diáfano de un hotel, con el aire acondicionado al máximo. Un pastor evangélico habló del dolor y la pérdida. Lo escuchaba con los ojos cerrados Organis Cuadrado, un muchacho de cara redonda y hablar suave que siempre acompañaba a Rafael. Era su escudero, habían investigado juntos varios casos de corrupción que acabaron llevando a la fiscalía. Cuando el religioso acabó el sermón, Organis agarró el micrófono y se dirigió a los presentes:
—Si nos quedamos callados, los corruptos seguirán robando.
Le escuchaba un puñado de hombres y mujeres que ganan un exiguo salario. Nadie se entusiasmó con su alegato. Entonces le tocó el turno a Walter Álvarez, un señor alto, de pelo rizado, que había colaborado también con Rafael. Llevaba puesto un chaleco color café con el nombre estampado en el pecho del medio de comunicación que dirige y que tiene un solo empleado: él mismo.
—Yo tengo cuatro hijos y una esposa que me quieren. No tengo escoltas. No quiero morir, no voy a hacer más periodismo de investigación. Escribiré de deportes. Ser periodista aquí es tirarse una lápida encima.
Sus palabras quedaron flotando en el aire.
Rafael Moreno tenía 37 años en el momento en el que lo asesinaron. Había nacido en un caserío apartado de Córdoba, la cuna improbable de un reportero de investigación. El lugar se lo disputaban guerrilleros y paramilitares. Cuando sus padres se divorciaron llegó a vivir con su madre a Puerto Libertador, a esa casita en la que muchos años después le negó la inmunidad a su propia hermana.
Creció en un barrio sin asfaltar de edificaciones precarias, por donde caen ríos de agua los días de tormenta que amenazan con llevarse todo por delante. Cuando se hartó de estudiar, regresó con su padre para trabajar en una mina buscando pepitas de oro. Por el camino se casó y tuvo tres hijos —tiene un cuarto de una primera relación—. En esa época también recolectó hojas de coca. Un tiempo después, volvió al pueblo para conocer a alguien que marcaría el resto de su existencia: Espedito Duque.
Ese hombre quería desbancar de la alcaldía del pueblo a un clan que llevaba décadas en el gobierno. El bastón de mando se pasaba de padres a hijos, entre tíos y primos, como en una especie de monarquía caribeña. Rafael se entusiasmó con el proyecto de Espedito y empezó a verlo como a un padre. Con el mismo entusiasmo con el que buscaba oro y raspaba coca, se metió en la campaña electoral. Desalojar a los que llevaban tanto tiempo gobernando no fue nada sencillo. Espedito perdió dos elecciones consecutivas. Venció a la tercera oportunidad, en 2015, después de casi una década en campaña.
La gente de aquella época recuerda que Rafael entró a trabajar en el Ayuntamiento. Le encomendaron instalar generadores en comunidades apartadas, en lugares donde la gente necesitaba caminar varios días a pie para cargar su teléfono móvil. Hay consenso en que hizo un buen trabajo. Se le daba bien tratar con habitantes de estos lugares remotos. Al fin y al cabo, él venía de ahí. Su sueldo en ese entonces era de unos 250 dólares, el mínimo. Los empleados de la administración pública colombiana cobran en función de su nivel de estudios, de acuerdo a un baremo. Él se encontraba en la escala más baja, y eso no le sentó nada bien después de haberse desvivido por conseguir que Espedito fuera alcalde. Se fue a una ciudad cercana, Montería, a estudiar Derecho, pero regresó antes, sin el título. No aguantó.
Pronto el distanciamiento con su viejo mentor fue absoluto. Hasta el punto de que Rafael se convirtió en su principal opositor. Se hizo periodista de manera intuitiva. Buceaba en el portal de la agencia de contratación pública, revisaba los presupuestos, los planes de ejecución y se presentaba en la obra para ver lo que se había ejecutado. Las redes sociales espoleaban sus investigaciones. En los vídeos era directo, socarrón, faltón en ocasiones. Le quitó a la realidad el velo que la cubre: los funcionarios públicos practican la corrupción obligados o coludidos con los grupos armados de la zona, que se llevan un porcentaje de todo el dinero que se mueve. En un sitio donde apenas hay industria ni negocios prósperos, el Estado es la principal vaca a ordeñar.
Las publicaciones del periodista comenzaron a hacerse muy populares en el pueblo. En un pleno municipal demostró que había menos calles alcantarilladas de las que se decía en la cartografía oficial. Demostró que la obra para desviar las aguas negras no cumplía con la legalidad. Sin embargo, no logró acabar con la carrera política de su mentor. La suya tampoco llegó a despegar: fracasó en su intento de llegar al Senado colombiano con una curul de paz, una cuota para víctimas de la violencia armada.
Espedito desbancó a un clan político, pero creó otro a su alrededor. Tras acabar su periodo de cuatro años puso a alguien de su confianza en el puesto y espera volver él mismo al cargo en las próximas elecciones. Vive en el centro del pueblo, en una casa blanca bien delineada que destaca sobre el resto de construcciones vulgares de alrededor. Su hijo, que abre la puerta a los forasteros, asegura que no está esta noche y que no sabe dónde volverá. ¿Ha lamentado la muerte de Rafael?
—Claro, ese pelao fue como de la familia. Ojalá encuentren quién lo mató.
En el Ayuntamiento que tanto denunció el periodista se muestran más abiertos a hablar.
Rafael Martínez, el segundo a cargo, tiene dos escoltas en la puerta de su despacho y un coche blindado. Gobernar en un lugar como este es muy difícil, suelta nada más empezar la conversación. Le indigna que los otros grupos políticos quieran relacionarlo con la muerte del periodista: “Es un deseo de ponerme a mí en peligro, con su familia y con los actores armados”. Martínez, un profesor de instituto al que le queda un afán didáctico en su forma de hablar, denunció al periodista tres veces ante la fiscalía por injurias y calumnias. Asegura que no lo hizo para meterle en problemas, sino para defenderse de algo mucho más peligroso: “Lo denuncié con el único objetivo de demostrar que yo no me había quedado con plata del programa nacional de sustitución de cultivos de uso ilícito (una manera de combatir los sembradíos de coca). Él lo dijo. Esa plata ni siquiera llega aquí. Me tocó desmentir eso porque alguien me llamó para reclamarme su parte del dinero. Con la denuncia en la fiscalía me quité eso de encima. Me puso en mucho riesgo”.
En el momento en el que lo mataron, el periodista debía estar escoltado por un guardaespaldas que le proporcionaba la Unidad Nacional de Protección, una entidad del Gobierno encargada de la seguridad de personas amenazadas, que no son pocas en este país. Rafael le dio la noche libre a su guardián, no creía que su hora hubiera llegado. Años atrás contó con más protección, hasta dos escoltas y un coche blindado. Pero se los habían quitado porque el organismo consideró que el peligro se había evaporado. En un informe de la institución que ha hecho público la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), se le niega más protección porque se consideraba que el riesgo que creía sentir era imaginario.
No lo era. Como tampoco lo es el temor de Yamir Pico, también periodista y primo hermano de Rafael. Dice que había montado el restaurante y el lavadero en la ciudad de Montelíbano —a 40 minutos en coche de Puerto Libertador— para olvidarse durante un tiempo del periodismo. Aunque cree que nunca sintió miedo de verdad: “Rafa era el más bravo, sin duda alguna. Yo he sacado denuncias, pero él era más top. No tenía miedo a morirse. Lo miraba a los ojos y nunca le vi miedo de nada. Se murió en su ley”.
Esa noche, Juan escuchó los tres disparos. El lavadero acababa de cerrar cuando el sicario entró por la puerta. Juan se encarga de lavar y encerar los vehículos. Su amigo Kevin, que se mece en una hamaca que cuelga de una viga a otra de este negocio al aire libre, asiente. Desde entonces apenas han tenido trabajo.
—Por lo que sucedió, está la vaina quieta—, dice Juan.
—Está la vaina suave—, añade Kevin.
Los empleados estuvieron con Rafael pocas horas antes de su muerte. El dueño trajo a sus empleados una sandía. “La partió”, recuerda Kevin, “ya habías lavado toiticos los carros. La pasábamos bueno. Era un día extraño, el más extraño del mundo”. “Muy extraño”, corrobora Juan. “Estaba gris, como si el día ya supiera lo que iba a suceder”, acaba Kevin.
Rafael no debía intuir nada. Esa misma mañana escribió en Facebook: “El próximo viernes estaré en la ciudad de Bogotá asistiendo como miembro de esta red internacional de periodistas de investigación (Forbidden stories); nuestro trabajo ya hace eco internacional. Gracias mi buen Dios, gracias a quienes nos han apoyado”. Exactamente nueve horas después, el sicario entró por la puerta de su restaurante. El evento se celebró sin él. Una silla se quedó vacía.
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