Volvamos a los pueblos | Red de expertos | Planeta Futuro

El tiempo, lo único que tenemos. Al volver a vivir a mi pueblo es lo primero que he notado: todo va más despacio. Lo puedes saborear, disfrutar mucho más. Y no es lo único que recuperas: el aire limpio, el contacto con la naturaleza, el poder dormir en verano, los saludos por la calle, el sentido de pertenecer a una comunidad y compartir proyecto de vida. Pero, ojo, no idealicemos tampoco el mundo rural, ni mucho menos. No lo llaman la “España vaciada” por casualidad. Recibe este calificativo por el abandono de los oficios tradicionales, o la dureza de trabajar el campo, especialmente con la crisis climática; hasta por la desaparición de los servicios públicos básicos (hospitales, escuelas) e infraestructuras (trenes, comunicaciones). Los jóvenes se van y pocos vuelven.

Pero esta espiral negativa se puede parar y revertir. Debemos hacerlo, de hecho, pues es en el medio rural donde yace la mayor parte de la biodiversidad, agricultura, reservas de agua y tradiciones. Alguien tiene que recibirlo de nuestros mayores, cuidarlo y pasarlo a la siguiente generación. Os invito a volver, sabiendo que no será fácil, pero con un plan y muchas ganas se puede. Merece la pena.

Soy bastante escéptico con las proyecciones globales de distribución de población: eso de que el 68% de los 9.700 millones que supuestamente seremos en 2050 nos encontraremos abarrotando megaciudades. Es un futuro posible, pero depende de lo que decidamos hoy, del mundo que deseemos habitar, no tiene por qué ser inevitablemente así. Ya hemos visto cómo la naturaleza empieza a regular nuestra población: con la pandemia han descendido la esperanza de vida y la natalidad; las catástrofes climáticas, por su parte, se han quintuplicado en los últimos 50 años.

El centralismo y urbanismo de la cultura capitalista devastan las zonas rurales

Tampoco me impresiona toda esta obsesión con las urbes: “El futuro se juega en las ciudades”, “las ciudades son la solución”… Bla bla bla. Cientos de foros y titulares sobre urbes, apenas nada sobre pueblos y ruralidad. Se habla a raudales de innovación y tecnología en las smart cities, mientras se evita su lado oscuro: la contaminación rampante, el letal efecto isla de calor, atascos continuos, montañas de residuos, escasez de agua, gentrificación, turistificación, estrés, soledad. El centralismo y urbanismo de la cultura capitalista devastan las zonas rurales. Otro modelo de civilización es posible.

La pandemia empezó a mostrar las profundas debilidades de la masificación urbana, pero también nos enseñó algo vital frente a la emergencia climática actual: la respuesta a la exponencial es el escalón. Nos cuesta mucho entender la magnitud de una curva exponencial. La velocidad con la que nos invadió imparable el coronavirus nos lo dejó claro. Pues bien, el crecimiento continuo del PIB, cada año un % más que el anterior, supone un aumento exponencial del consumo de los recursos que lo alimentan: agua, energía, materias primas… Y esto, precisamente esto, es lo que nos lleva a un cambio climático galopante, a perder el 69% de los vertebrados del planeta en 50 años (da vértigo solo decirlo).

A la propagación exponencial (viral) de la covid respondimos con confinamientos, con paradas bruscas de todas las actividades no imprescindibles. Eso es un escalón, un cambio radical, brusco, para frenar una exponencial. Esa es la forma de la transición socioeconómica que precisamos para tener futuro. Si hubiéramos iniciado el cambio de rumbo hace 40 años, cuando nos advirtió la ciencia por primera vez, la transformación podría haber sido progresiva y suave; ahora no, en las tres décadas de acción climática efectiva que nos quedan solo cabe la transición radical, inmediata.

El crecimiento desmedido de las ciudades pone en peligro su habitabilidad

Podemos hacerlo, lo acabamos de hacer con la pandemia o con las medidas obligatorias de ahorro energético por la guerra; como también, en su día, con el fin del tabaco en espacios comunes cerrados. Y no se acabó el mundo, ni la hostelería. Se llama regulación valiente y corresponsabilidad social, y desencadena cambios culturales mucho más rápidos de lo que nos pensamos. Eso sí, a diferencia de la injusta respuesta a la pandemia, ahora hay que hacerlo con equidad. Las prisas no justifican el “vacunas para los países ricos primero”, pues las desigualdades están en la raíz del problema, como bien sabemos.

Si recordamos, hubo también un intento fallido de escape de las ciudades tras el primer confinamiento duro, con una burbuja de grandes fincas y mansiones rurales adquiridas por personas urbanas pudientes. El mismo color del frenesí actual por atraer a nómadas digitales de alta renta, mayor que la del lugar de acogida, y baja participación en la vida local. Esto no es repoblación rural transformadora, es neocolonialismo rural, del mismo palo que las masivas instalaciones de renovables en zonas despobladas con alto valor agrícola o ecológico (renovables sí, pero así no). El camino pasa por crear comunidades a escala humana, tan diversas como unidas, economías locales diversificadas y soberanas, y cooperación entre territorios vecinos.

Un plan, un proyecto de país. Pongámonos con eso. El crecimiento desmedido de las ciudades pone en peligro su habitabilidad. Al contrario, los pueblos pequeños necesitan crecer para sobrevivir. Probablemente, los diminutos estén condenados a desaparecer; pero las cabezas de comarca y sus satélites medianos pueden generar estructuras que repartan la población, vertebren los territorios y garanticen su viabilidad social y económica; siempre desde una puesta en valor del patrimonio cultural y una integración plena en los ecosistemas naturales.

Vuelvo a oler las cosas: el monte tras la lluvia, las estaciones, la mañana. Me tomo algo con un viejo nuevo amigo. Escucho las preocupaciones de las comerciantes del barrio y pensamos juntas un plan para impulsar la economía local. Preparamos unas charlas para inspirar a la juventud de vuelta a casa por Navidad. Empieza nuestra pequeña revolución, confío plenamente en la vuestra.

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