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Desde el 2004 hasta hoy, es decir en 18 años, China ha usado más cemento que Estados Unidos durante todo el Siglo XX. La cifra es pasmosa. La cuenta Andri Snaer Magnason en su libro Sobre el tiempo y el agua y cuesta asimilarla, aún más, cuando se lee que la burbuja inmobiliaria que vivió el gigante asiático en 2010 “absorbió el 50% de la producción total de materias primas del planeta”.
La industria del cemento es una de las más contaminantes que existe. Se calcula que su producción es responsable del 6% del total de las emisiones globales de CO2. Por más de un siglo, al hormigón, material que se usó en el pasado para construir majestuosos recintos que aún visitamos con sorpresa y siguen en pie, se le empezaron a adicionar químicos y procesos de combustión para acelerar su secado y así construir más rápido. Al cemento lo volvimos nuestro cobijo y abrigo por excelencia y lo vinculamos al progreso.
Sin embargo, los costos comerciales y su altísima demanda hicieron que este material no llegara de la misma forma a todos los territorios, sobre todo, a aquellos alejados y rurales del sur global. A pesar del irrefutable imperio del concreto que pareció sepultar otras posibilidades de construcción, desde esos lugares, hay muchos que se preguntan: ¿existen otras formas de hacerse una casa? ¿Qué hicieron los pueblos pasados para vivir bien sin el cemento? ¿Cómo se construía? ¿Tenemos que seguir dependiendo de un material que tiene costos tan altos para el planeta?
“Volver a construir con la tierra, con lo que el territorio nos da, es una de las formas más importantes para que las ruralidades de nuestros países mantengan la autogestión de su propio bienestar”, sentencia Ana María Gutiérrez, líder y cofundadora del proyecto Organizmo, un centro de formación, investigación y construcción empírica que desde hace 14 años trabaja con diferentes comunidades en Colombia para revivir saberes sobre la construcción que ya tenían y que fueron olvidando. “Después de estigmatizar a las comunidades originarias y rurales con que sus técnicas de construcción eran formas de pobreza, de que el progreso se dirigía solo hacia el cemento y el ladrillo, en la cabeza de los campesinos se instauró un rechazo sistemático a sus formas de hacer sus viviendas y a sus formas de siembra, rechazando además sus estéticas”, explica Gutiérrez, arquitecta experta en bioconstrucción.
La mezcla entre los suelos de cada territorio, con sus climas y sus ecosistemas, derivaron en diferentes formas de construcción que los pueblos originarios fueron implementando y transmitiendo como saber. El bahareque, paredes hechas con palos o cañas entretejidas con un acabado de barro, se implementó en zonas calientes porque la técnica permitía construir casas frescas. La tapia pisada o el adobe fueron técnicas que, por el contrario, se usaron más en regiones frías.
Pero con la preponderancia del cemento como un material que hacía más fácil y rápido construir y un rechazo a estas formas de cultura que iban lento, con los ciclos de la naturaleza que hacían necesario, por ejemplo, esperar la luna correcta para cortar los guaduales o esperar semanas para que la tierra se cuarteara y endureciera, muchas de estas técnicas desaparecieron o se hicieron poco populares.
“Cada una de estas técnicas tienen unos temas climáticos que no hay ningún otro material que solucione mejor. Los desiertos, como el de la Guajira, en el norte de Colombia, por ejemplo, son unas zonas ideales para construcción con tierra, porque la tierra produce el grosor ideal que trae frescura. Pero ahora en estas zonas las comunidades residen en casas que son unos hornos de cemento en donde ni siquiera pueden estar. Ahí es donde surge el diálogo de promover, aceptar y motivar los suelos y recursos locales para construir”, explica Gutiérrez.
En el trabajo que Organizmo ha hecho con comunidades como la ticuna y la murui-muinani, en la Amazonía; con la piaroa, en la Orinoquía y el Vichada y con los emberas y las comunidades afro en el Pacífico colombiano, fueron aprendiendo que muchas cosas que ellos pensaban que les podían enseñar en arquitectura a los pueblos originarios, las estaban nombrando mal, o que, muchos saberes que creían que eran una innovación, eran cosas que ya existían en el acervo de esos pueblos que tienen información milenaria de cómo vivir y sobrevivir en la selva.
Fue en ese diálogo y mutuo aprendizaje que fueron enfocando su trabajo en tres frentes. Ante la evidencia de que no se puede pensar solo en cambiar los materiales para construir una casa, el centro de formación ha enlazado los saberes sobre la construcción, la seguridad alimentaria de las comunidades y la forma de gestión de sus desechos. Así, trabajan dialogando y aprendiendo de ellas para construir hábitats sostenibles: casas que tengan energía solar, que utilicen aguas grises y aguas lluvias, que hayan sido construidas con suelos locales, que tengan techos tejidos o verdes. Una búsqueda por dar cobijo maximizando los recursos locales.
Una de sus mayores experiencias ha sido en torno a la construcción de baños secos, una tecnología ideal para lugares donde no hay agua, no hay cómo hacer pozos sépticos o donde no haya agua de lluvia. “Esta es una tecnología intuitiva, es decir que ha sido creada de forma intuitiva por muchos pueblos, para descomponer heces humanas y convertirlas en abono higiénicamente”.
De la mano de la bioarquitectura, trabajan también en restauración ecológica, desarrollando huertas, compostaje y lombricultura. Finalmente trabajan en la recuperación y permanencia de las artes y los oficios, expresiones culturales que permiten que las comunidades se arraiguen a su tierra. “Lo que hacemos en el territorio es visibilizar la abundancia que tienen, vamos y vemos lo que hay y cómo se puede trabajar con eso desde la colectividad”, explica Ana María Gutiérrez quien añade: “No nos gusta hablar de construcciones sostenibles, porque no hay nada en este momento que sea sostenible. Hablamos más bien de procesos de regeneración, es decir, cómo podemos regenerarnos social, cultural y ecosistémicamente y volver a tejer nuestra sociedad desde el arraigo del territorio”.
Sin embargo, con las nuevas realidades de los ecosistemas, parece casi ilusorio pensar que los pueblos originarios y rurales cuenten ahora con los mismos recursos y materias primas con las que contaban sus antepasados decenios atrás. “Ahí es donde entra la restauración ecológica a ser un tema tan prioritario para la bioconstrucción. No puedes llegar a una comunidad a decirle: ¡No, no usen teja de zinc, sigan tejiendo sus techos divinos de paja!, si la paja hace unos años estaba a una hora de camino, y ahora está a tres horas. Por eso es necesario en este tipo de proyectos hacer un abordaje holístico y entender dónde está la materia prima, entender cómo vamos a mantener una técnica de cobijo duradera, es decir, cómo vamos a sembrar nuevamente esa palma para nuestros techos, cuando la vamos a resembrar”.
Para Ana María Gutiérrez todo este proceso de transformación de mano de la bioarquitectura es posible solo si se logra sacudir el estigma de atraso que condenó al olvido estas técnicas y se vuelven a abrir espacios para generar en las comunidades esa apropiación con su propio saber y con un linaje que se vive cuando se recuerda.