La violencia contra las mujeres es una de las violaciones de derechos humanos más extendidas a nivel mundial. Esta afirmación ya difícilmente puede ponerse en duda, fundamentada en datos recogidos durante décadas que demuestran que una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido abuso a lo largo de su vida. El estudio global más reciente detalla que la violencia contra las mujeres en el contexto de la pareja comienza en edades muy tempranas: una de cada cuatro mujeres de entre 15 y 24 años ya han sufrido violencia por parte de su pareja. Aunque las tasas varían entre regiones, estas variaciones no se explican solo por el nivel de recursos de cada país; algunos de los países con más altos recursos presentan también alta prevalencia de violencia contra las mujeres, en especial en lo que respecta a la violencia por parte de la pareja. Vaya como ejemplo las agresiones que sufren las mujeres en Reino Unido cada vez que Inglaterra pierde un partido de fútbol.
Partimos, pues, de una realidad clara: la violencia contra las mujeres existe de manera masiva. No es un caso aislado, no está localizado en una sola región. No es algo que solo pasa en otro continente, o en otro país, ni siquiera en otro pueblo. Es muy probable que conozcas a una pareja donde la mujer es víctima de abusos físicos o sexuales por parte de su compañero. Puede ser una pareja amiga, familiares, vecinos, o nosotros mismos.
Las implicaciones que esta realidad tiene sobre el conjunto de la sociedad son enormes, lo que ha promovido la puesta en marcha de un sistema internacional de monitorización y recomendaciones para eliminar definitivamente la violencia contra las mujeres en todos los ámbitos. En el ámbito de la salud pública, la eliminación de la violencia contra las mujeres (es decir, el 50% de la población) comienza a delinearse como una de las estrategias más efectivas de prevención.
¿Qué sabemos sobre los efectos de la violencia en la salud de las mujeres? El efecto más claro es que mata. Según estimaciones de Naciones Unidas, 47.000 mujeres y niñas murieron asesinadas por sus parejas o alguien de su familia solo en 2020. Más aún, el año pasado tuvimos los primeros datos poblacionales que demuestran que el homicidio está entre las primeras causas de muerte de las mujeres embarazadas en Estados Unidos.
La violencia contra las mujeres existe de manera masiva. No es un caso aislado, no está localizado en una sola región
Las enfermedades y problemas de salud más estrechamente asociados a la violencia física y sexual son aquellos que impactan directamente en el cuerpo. Los golpes en la cabeza o el estrangulamiento pueden conducir a traumatismos cerebrales con consecuencias a largo plazo. Las enfermedades infecciosas y las que afectan al órgano reproductor también son un problema grave de salud entre las supervivientes: enfermedades de transmisión sexual, sangrado vaginal, infecciones vaginales y del tracto urinario, dolor pélvico, relaciones sexuales dolorosas, son algunas de las más claramente relacionadas con la violencia sexual.
El impacto de la violencia contra las mujeres en la salud mental es abrumador. El estudio Violencia de género contra las mujeres: una encuesta a escala de la Unión Europea reportó que 32% de las mujeres supervivientes de violencia física presentaban ansiedad y 20% depresión, y que estos porcentajes aumentaban en las mujeres supervivientes de violencia sexual: 45% y 35% respectivamente. La encuesta nacional sobre violencia por pareja íntima realizada en Estados Unidos y publicada en 2018 demostró que más del 50% de las supervivientes presentaban trastorno por estrés postraumático.
La violencia contra las mujeres incrementa por tres el riesgo de tener pensamientos y conductas suicidas entre las supervivientes. Ahora bien, la relación entre violencia y salud mental requiere una reflexión más detallada que la que guía la empatía. No se trata de una relación que podemos explicar solo por el sentido común. De hecho, de hacerlo así, corremos el riesgo de trivializar el problema y, como consecuencia, sus soluciones. La propuesta que más frecuentemente escuchan las víctimas es “déjalo”, como si de un problema personal se tratase.
El punto clave para comprender la relación entre violencia contra la mujer y problemas de la salud mental es la reflexión sobre el contexto en que en la mayoría de casos se produce la violencia: una relación íntima. Las relaciones de pareja con características violentas duran una media de 10 años; durante este tiempo los actos violentos se van presentando de manera insidiosa y se repiten en ciclos. Las violencias son múltiples (física y sexual, pero también psicológica, vicaria, de control…) y se superponen, y el miedo progresivamente pasa a ser la emoción más prevalente.
Las mujeres utilizan diferentes estrategias destinadas a relajar momentáneamente la situación de violencia, lo que en algunas situaciones significa salvar la propia vida o la de los hijos. Poco a poco, estas estrategias de afrontamiento del miedo van marcando las emociones y los comportamientos, y moldean qué se hace y qué es dice ya no solo dentro de casa, sino también en otros ámbitos sociales y laborales.
La percepción y gestión de los mecanismos de miedo, así como también la afectación de los procesos de afrontamiento y respuesta a situaciones de estrés, son una característica fundamental de los síntomas que definen a los problemas de salud mental más comunes entre las mujeres supervivientes: depresión, ansiedad, estrés postraumático. Estas condiciones no son estáticas, sino que tienen una trayectoria a lo largo del tiempo; pueden presentarse de manera irregular y superponerse a lo largo de la vida.
Desde esta perspectiva, los problemas de salud mental frecuentes en mujeres supervivientes pueden verse como parte de un proceso dinámico de la experiencia entre la persona y un entorno caracterizado por altos niveles de alerta frente a amenazas impredecibles, y un muy limitado control de la situación.
Poner el foco en la salud mental de las supervivientes permite no solo reflexionar con mayor profundidad sobre una realidad extremadamente compleja, sino también identificar relaciones con otros problemas de salud que no resultan tan obvios a simple vista. Por ejemplo, la evidencia de la asociación entre violencia y los mecanismos de respuesta al estrés ha conducido a estudiar su impacto a medio y largo plazo en la aparición de enfermedades crónicas que se relacionan con estos mismos mecanismos. Comenzamos a tener datos que muestran que la violencia contra las mujeres aumenta sus probabilidades de sufrir enfermedades cardiometabólicas (cardiovasculares y diabetes tipo II), respiratorias y cáncer de cuello uterino.
Reflexionar sobre los efectos de la violencia podría parecer un trabajo más propio de la sociología y la política que de los profesionales sanitarios. Pero los profesionales de la salud están entre quienes más probabilidad tienen de recibir en sus consultas mujeres supervivientes de violencia. Hasta hace poco tiempo (y aún sucede en una gran mayoría de centros de salud), la relación entre lesiones o incluso traumatismo de cráneo y violencia en la pareja era difícil de identificar a falta de mecanismos específicos en los servicios de urgencias donde la víctima pudiera ser asistida sin la presencia de su pareja en la consulta.
Ejemplos similares se pueden encontrar en otras áreas, incluida la de la salud mental, donde se está trabajando en protocolos para la identificación sistemática de violencia. Quizás en un futuro no muy lejano veremos iniciativas en servicios de cardiología, oncología, y otras especialidades médicas.
La eliminación de la violencia contra la mujer debe ser una prioridad para la prevención de la salud pública. Ya no solo para prevenir la enfermedad entre quienes aún no han estado expuestas, sino también para las supervivientes. Que la exposición a un entorno amenazante puede conducir a enfermar es muestra de plasticidad y flexibilidad frente al cambio, y deja el camino abierto a la posibilidad de que se restablezca la salud y la calidad de vida si el entorno (de pareja, familia, social) se transforma en uno promotor de bienestar. Es fundamental, eso sí, que las políticas de prevención de la salud se nutran de perspectivas complementarias.
En el caso de las consecuencias en la salud de la violencia contra las mujeres, la Organización Mundial de la Salud recomienda un marco de trabajo con un enfoque basado en los derechos humanos. Imagino un futuro de la salud mental pública donde la perspectiva de los derechos humanos dialoga con la psicología, la medicina, y la innovación para construir estrategias basadas en evidencia y que respondan a las necesidades reales de toda la población.
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