Reforma electoral: El fin de las siglas de la partidocracia | Opinión

En exigencia de justicia a Ciro y tantos otros periodistas violentados en México

El camaleónico instinto de supervivencia del supuesto Partido Verde y de su rémora espejo, el PT, ya provocó en las dirigencias de tan oportunistas organizaciones la punzada inconfundible del riesgo. Esta semana vivieron en carne propia la certidumbre de que AMLO no quiere más que a los de Morena, y de ese movimiento ni siquiera a todos.

De esta manera, el PVEM y el Partido del Trabajo se han formado en la fila de los saldos a rematar por una coyuntura política en la que todo el sistema partidista surgido el último siglo ha entrado en crisis.

Y si el presidente ha decidido una refundación, que con diversos y complejos riesgos ha emprendido temerariamente, PAN, PRI, PRD, MC y hasta las citadas comparsas oficialistas enfrentan el desafío de no terminar en la marginalidad o incluso engullidos por la fuerza política que busca regresar al pasado borrando a toda una clase política a la que desprecia, pero que también es víctima de su propia ineptitud, indolencia y hasta —pero no cosa menor— corrupción.

De todas las reformas ejecutadas hasta hoy en el sexenio, la electoral quita los tornillos de los cuales se sujetaba el sistema partidista que condujo la política del país, con sus ires y venires, tras la Revolución mexicana.

La cancha, las reglas y los árbitros diseñados y negociados durante décadas por el Revolucionario Institucional, por los pocos herederos del socialismo que todavía se apiñan en el partido de la Revolución Democrática y por Acción Nacional, a veces verdugo, a veces sostén del régimen anterior, no existen más.

El tortuoso camino que en tribunales puedan tener en los próximos meses las leyes ahora redactadas por Palacio Nacional no impedirá que en lo inmediato el régimen actúe acorde a una realidad que volverá fáctica, incluso si falta bastante para que sea de jure.

No sobra decir que encima el oficialismo disfruta esos limbos. No oculta su descaro al asumir que sus hechuras –se llamen ley eléctrica, se llamen militarización— terminarán imponiéndose porque siempre habrá un Zaldívar que eventualmente secundará en los hechos mediante el mazo aquello de que no me vengan con que la ley es la ley.

En ese marco, es solo cuestión de tiempo para que la oposición, rémoras, petistas y pevemistas incluidas, se vea mermada por abajo, vía la defección de cuadros y clientelas que preferirán ser pelos en la cola del león, y por arriba si sus líderes fallan al descifrar cómo reinventarse para sortear el triple reto del desprestigio, del embate de quien pretende una tabula rasa y de la exigencia ciudadana para que sean capaces de una altura patriótica y abandonen su cultivada tendencia a la camarilla.

Si de algo pueden presumir los cuatro líderes de la oposición es que tienen control de sus organizaciones. Nada qué regatearles al respecto a Marko Cortés del PAN, Alejandro Moreno del PRI, Dante Delgado de Movimiento Ciudadano y Jesús Zambrano del PRD. Han tenido el talento político de mantener cohesionadas sus parcelas. Pero lo que funciona al interior de esas estructuras es poco presumible hacia el exterior. Son partidos de escasa renovación de cuadros, de democracia interna sui generis y de minúscula autocrítica.

La oposición que quiso mover a México en el sexenio pasado es poco creíble al defender hoy un modelo que si no cuajó del todo fue porque esos partidos que diseñaron pesos y contrapesos luego manoseaban tales básculas con nombramientos para cuidar intereses o presionando a quienes se creían eso de que eran autónomos. Esta no es una crítica que valide al actual sexenio, desmantelador de esas instituciones; es un contexto obligado si hemos de revisar por qué no resistieron mejor esos organismos y sus funcionarios.

La leche derramada de esa oportunidad perdida es un recordatorio que los opositores pasan por alto frecuentemente: promueven la vuelta a un momento de la historia cuyas bondades se exageran en la nostalgia y ante la luz de la destrucción institucional, y cometiendo un grave pecado: no reparan en lo poco que esos gobiernos significaban para decenas de millones de mexicanos que nunca vieron que los avances democráticos se tradujeran en algo más que marginales mejoras o promesas de que en el plazo de generaciones la revolución les haría justicia.

Cambiar de modelo se volvió un imperativo social que López Obrador entendió muy bien en medio del escándalo de frivolidad y corrupción que fue el sexenio de Peña Nieto. Seis años después, cuál es la lectura de la oposición sobre el momento actual y el camino a seguir, y cuáles las prendas que ofrecen para ganar la credibilidad de los ciudadanos.

Los comicios del 2021 revelaron que los primeros años del lopezobradorismo incubaron el descontento de clases medias y altas. El régimen actuó en esa cita con la soberbia propia de quien engorda en la silla pues siente complacido de sus méritos. Morena no cometerá de nuevo ese error. Incurrirá en otros –aquellos propios de divisiones internas, traiciones por ambición e ilegalidades por saberse intocables—, pero en las próximas elecciones el movimiento hará uso y abuso de una maquinaria prototípica del partido de Estado.

Panistas y perredistas clásicos sabían lo que implica combatir eso. Y con el tiempo supieron anular esa maquinaria. Para lograrlo concurrieron diversos factores: un régimen dispuesto a negociar y ceder leyes, sabedor de que el desprestigio le costaba en el exterior (y que dependía de éste para paliar garrafales errores internos), una ciudadanía que convirtió al fraude electoral en bestia insoportable, y unos partidos opositores que aún no perdían la imagen de honestidad y, por tanto, contaban con el beneplácito de la duda.

Esas condiciones no existen hoy. Claro que la gente no quiere volver a los tiempos de ratones locos, mapaches, urnas embarazadas y rasuramiento del padrón, pero qué gran incógnita saber lo que hará la ciudadanía ante nuevas disposiciones electorales, aprobadas ruidosamente por el oficialismo esta semana, que alumbrarían un modelo electoral de, seré generoso, dudosa eficacia. ¿Cuán activa estará una población que da por sentada la democracia de los riesgos que ésta enfrenta por cambios del propio Congreso?

Si el régimen se siente a gusto respaldando a un presidente que ha intentado disolver el su parlamento, absteniéndose en votaciones para censurar la violencia de un régimen en contra de las mujeres, y solidarizándose con bananeras parejas que meten a la cárcel lo mismo a sacerdotes que a opositores en la antesala de unos comicios, no falta agregar más para consignar que entonces el plano de lo internacional poco o nada ha de pesarle a quienes creen que declararse tranquilos de conciencia les salva del republicano escrutinio.

Entonces, para la contención de un partido de Estado se requiere de entrada de una oposición creíble si ha de presentarse como remedio y trapito. Sería la variable, digamos, controlable, alcanzable. Más en esta hora de segundas oportunidades queda poco margen para esperar que PAN, PRI, PRD y MC, en orden cronológico de fundación, cuenten con cuadros y liderazgos conscientes de que su vacilación y/o miopía electoral costará mucho más que su ganancia traducida en puestos y escaños.

Porque los incentivos que hasta hoy han movido a estas dirigencias –su supuesta preferencia en las encuestas, alegremente traducida en posibles candidaturas externas y carteras internas— tiene poco qué ver con generar una plataforma libre donde aterricen los votos de una ciudadanía que sí quiere conjurar el peor retorno al pasado posible, ese donde los votos eran motivo de mofa del gobierno/partido de estado. Una plataforma que proponga candidatas y candidatos que no avergüencen a la sociedad con su pasado o su zafiedad. Una que logre buena representación, incluso si no fuera tan numerosa: y es que hubo un tiempo en que poca, pero digna oposición pesaba políticamente mucho más que sus números reales.

Así como en la marcha del 13N ningún dirigente, ningún partido se pudo poner a la vanguardia –habría cosechado la condena de quienes al participar de motu proprio validaron que era la hora de la ciudadanía—, hoy la oposición está llamada a encontrar el esquema donde ceda a un liderazgo ciudadanizado sus prerrogativas –las pecuniarias, por supuesto, incluidas— si pretende ser el carrier de una articulada expresión de rechazo al rumbo actual.

Si fuera virtuoso el invento y el intento, si resultara verídico lo que se oye en estos días al respecto de construir desde la alianza opositora un método de selección de candidato presidencial que surja desde y por la ciudadanía, entonces quizá algunos de estos partidos tengan futuro. Este viaje marcaría un renacimiento, con otras formas de deliberar y decidir, y –obligado es recordarlo porque luego se quieren hacer guajes— con nuevos nombres y renovadas ideas en la arena pública.

Caso contrario, la cita del maxiproceso electoral del 2024 verá extinguirse el viejo orden partidista sin siquiera alumbrar el germen de la nueva oposición, sin saber si surgirán por fin uno o varios partidos liberales, uno genuinamente socialista y, qué duda cabe la urgencia, uno que sí sea ecologista.

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