Ni tan malo ni tan bueno: enseñanzas constructivas del pesimismo y del optimismo | EL PAÍS Semanal

¿Para qué vamos a irnos de viaje? Nadie sabe lo que puede pasar mañana. ¿Para qué voy a aceptar esta oportunidad laboral? La vida está llena de sorpresas, el no ya lo tienes. En cualquier grupo de amigos se encuentran personas optimistas y pesimistas. La RAE define al pesimista como aquel que tiene la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable, mientras que el optimista sería aquel que ve y juzga las cosas en su aspecto más favorable. A los pesimistas extremos se les califica de agoreros, mientras que a los optimistas radicales se les tacha de inconscientes, como en Las aventuras de Leoncio el león y Tristón. Son distinguibles en su forma de hablar sobre el futuro, el pasado y el presente; y por el contenido prevalente de sus pensamientos. Las investigaciones señalan que aproximadamente un tercio de la actitud ante la vida, que se relaciona con ser optimista o pesimista, se explica por la herencia genética. También influye el estilo de personalidad que se configura con las vivencias de la infancia y los modelos de aprendizaje.

Parece que la era de la discrepancia y la polarización hubiera llegado hasta a enfrentar también a optimistas y pesimistas. Las redes sociales se llenan de polémica al respecto, aunque, profundizando en ella, resulta que en realidad es más interesante buscar las aportaciones útiles de ambas visiones. Mucha de la controversia actual se debe a que han sido mal explicadas.

Hay aspectos razonables en el pesimismo moderado. A veces, las expectativas negativas preparan para lidiar con los problemas. Desear demasiadas cosas puede estar relacionado con la infelicidad. Aceptar con entereza el poco control ante las vicisitudes de la vida ayuda a afrontar el sufrimiento. Este pesimismo moderado ha desenmascarado el efecto adverso de ciertos libros de autoayuda que ensalzan la necesidad de experimentar solo emociones positivas y patologizan todo lo que tiene que ver con el dolor.

El pesimismo extremo tiene los mismos riesgos que el optimismo radical. Se pueden reconocer sesgos cognitivos en muchos de los pensamientos automáticos negativos que experimentan los pesimistas. Perder la esperanza de manera continua puede ser un factor de riesgo para desarrollar, por ejemplo, un trastorno depresivo. El fatalismo induce la aparición de la indefensión aprendida, término desarrollado por el psicólogo estadounidense Martin Seligman, que define el momento en el que se hace lo menos posible porque uno se ve abocado inevitablemente al fracaso.

Por otro lado, existen beneficios en un optimismo inteligente. Como dice Carmelo Vázquez, catedrático de Psicología de la Universidad Complutense, “cualquier cosa, cualquier persona puede influir en nuestras vidas y a cualquier edad”. Estas teorías hablan de que los seres humanos somos capaces de resistir, adaptarnos al medio y transformarlo. La gente optimista puede combinar emociones positivas y negativas en situaciones dolorosas. Hay experiencias como las de supervivientes de situaciones límite (como los campos de concentración) que lo demuestran. Además, las personas optimistas son más capaces de disfrutar del momento presente. Tienden a pensar que lo malo no va a durar eternamente y que ellos no son los únicos responsables.

El optimismo ilusorio, sin embargo, puede ser tan perjudicial como el pesimismo extremo. Se detecta en el uso de frases como: “Tú piensa bien y te saldrá bien”, “si tú quieres, puedes”. Este infantilismo subestima los peligros e induce a asumir riesgos que podrían ser perjudiciales. Estas teorías han llegado a decir que la curación de enfermedades graves depende del estado de ánimo, cuando más bien habría que decir que, si uno es más optimista, sigue mejor los consejos médicos, como explica muy bien el psiquiatra Luis Rojas Marcos.

Los extremos del optimismo y pesimismo conducen a comportarse de forma pasiva y a no responsabilizarse, en parte, de los actos o decisiones que se toman. Lo relevante sería saber encauzar ambas tendencias y tender al equilibrio, encontrar estrategias de afrontamiento sanas. Un truco para los pesimistas podría ser potenciar los pensamientos optimistas con los que también cuentan en lugar de desprenderse de los pesimistas. Se consigue al incrementar momentos, situaciones y conductas que hagan sentirse bien y hablar de lo que a uno le gusta. O elegir actividades artísticas o sensoriales en las que subliminar esa sensibilidad existencial. Y utilizar el humor sin llegar al sarcasmo. Para los que tiendan al optimismo extremo, un remedio sería pensar las consecuencias de los actos y, en lugar de reprimir las emociones negativas, conectar con ellas.

Otra manera de acercar posiciones sería cambiar la manera de explicar la felicidad y entenderla como un modo de vivir. En la Grecia clásica, la felicidad se aproximaba a la sensación de acostarte sabiendo que habías sido honesto contigo y con los demás. Ser honesto sería mantener el equilibrio entre la dosis de ilusión para conseguir algo y no perder de vista la realidad. La variedad de pensamientos optimistas y pesimistas enriquece al cerebro como a los grupos de amigos.

Patricia Fernández Martín es psicóloga clínica en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Enlace a la fuente