La semana pasada un artículo de Ellen Barry para The New York Times señalaba un estudio de la Universidad estadounidense de Carolina del Norte que defendía que el uso de las redes sociales está relacionado con cambios cerebrales en los adolescentes. Una de las profesoras que hablaban del estudio concluía apuntando a la importancia de “comprender cómo influye este nuevo mundo digital en los adolescentes. Puede estar asociado a cambios en el cerebro, pero eso puede ser para bien o para mal. Aún no conocemos necesariamente las implicaciones a largo plazo”.
Los plazos de la ciencia no son los de las redes sociales, así que no es fácil señalar las implicaciones futuras de las alteraciones digitales, pero es posible que si se dan en un cerebro en formación lo modifiquen de cara al futuro. Hace justo un año, a comienzos de 2022, otro interesante artículo hablaba de cómo los cambios digitales afectaban al comportamiento. Tenía un título provocativo y lo firmaba Johann Hari en The Guardian: Tu atención no se ha roto. Te la han robado. El artículo citaba varios estudios que señalaban cómo la atención de los jóvenes (aunque no solo de los jóvenes) había caído drásticamente. Y proponía la tesis de que, del mismo modo que la obesidad (algo muy infrecuente hace medio siglo) es hoy algo común, con la falta de atención pasa lo mismo: no es tanto un problema médico como un problema social. Un problema estructural.
Lo cierto es que todo parece conspirar contra la atención en este siglo. Solo hace falta darse una vuelta por Tik Tok, la hoy omnipresente aplicación china cuyo modelo de vídeos cortos verticales ya ha copiado Youtube. Por cierto, algún día convendría hablar de la sospechosa diferencia entre los vídeos que los usuarios ven en China —competiciones de adolescentes por ver quién saca la mejor nota, jóvenes ayudando a ancianos a hacer sus tareas, mensajes institucionales que incitan a esforzarse— y Occidente —ya se sabe, bailes bobos, bobos filtros de voz—. Tik Tok es la más ecléctica de las aplicaciones, pero quien dice Tik Tok dice la gran mayoría de redes sociales.
Cuando se tiene esta conversación, es muy frecuente tirar del saco digital sin fondo. Ya se sabe, hablar también de videojuegos. Pero no conviene mezclar juegos con otras formas de uso de las tecnologías (juegos de azar online, redes sociales, pornografía…). Estas áreas comparten con los videojuegos sustrato digital y, como tal, hay zonas que pueden llegar a compartir, como si fueran vecinos de la misma urbanización. Y, de hecho, hay momentos en los que cuesta distinguirlos. Dos ejemplos: durante la pandemia (en la que la OMS recomendó jugar a videojuegos por higiene mental), el juego Animal Crossing ejerció de red social de encuentros, igual que hizo de red social Fortnite con sus conciertos digitales.
Pero no se deben mezclar churras con merinas: por mucho que los videojuegos lleven asociados estigmas negativos, no existen estudios serios que los vinculen con, por ejemplo, la violencia. Por el contrario, sí existen estudios que hablan de cómo jugar a videojuegos puede ayudar a fomentar varias capacidades cognitivas. Entre ellas, precisamente, la atención. Si uno se para a pensarlo, no es algo tan descabellado en medio de un mundo en el que la gente se pone de fondo capítulos de series mientras plancha, revisa su correo en el metro o en el que la desacralización de la sala de cine ha hecho que se puedan detener las películas que se ven en casa cuando se quiera para ir al baño o hacer palomitas. Los juegos, por el contrario, necesitan de una atención plena para poder ser jugados. Es decir, uno se puede dormir viendo la tele o escuchando música, pero no jugando a un videojuego. La batalla por la atención será algo crucial de este siglo. Y la ciencia nos dice que los videojuegos son más amigos que enemigos en esta lucha.
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