‘The Last of Us’: enamorarse en el fin del mundo | Televisión

The Last of Us (HBO Max) es una serie postapocalíptica, pero que la civilización pudiera ser refundada bajo la herencia genética de Pedro Pascal y Anna Torv a mí me parece una utopía más que otra cosa. Desgraciadamente —empieza el destripe de los tres primeros episodios—, esa posibilidad desapareció con la muerte del personaje de ella al final del capítulo dos.

No hemos empezado a procesar esa pérdida cuando The Last of Us nos ha vuelto a partir el corazón. A ritmo del Long, long time de Linda Ronstadt –”And time washes clean love’s wounds unseen / That’s what someone told me but I don’t know what it means”–, se enamoran Bill (Nick Offerman), un paranoico de la seguridad que ha fortificado su casa, y Frank (Murray Bartlett), un tipo que cae que en una de sus trampas. En una hora asistimos a una historia de amor completa entre dos hombres de más de cincuenta años (algo no tan habitual en una serie de vocación masiva). Su historia de amor atraviesa varios años y parte de una premisa fundamental: enamorarse es abrir la puerta al miedo. Bill, señor hecho y derecho, se lo dice a Frank, que antes de conocerle jamás se asustó. Cuando de veras se quiere el miedo es tu carcelero, por citar a los clásicos. Jabois escribió una vez que tener un hijo es como tener algo siempre al fuego. Enamorarse es saber que ese algo puedes ser tú.

Bill y Frank tienen una vida plena cargada de días malos, como cualquier vida plena, y la suerte de poder acabarla en sus propios términos. Su historia, además, sirve para reforzar dramáticamente la pérdida del personaje de Pedro Pascal, una pirueta narrativa inteligente. Perder a quien quieres. Ahora sí que estamos empezando a hablar del fin del mundo.

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