Cuando los listos del pueblo presumían de no ver la tele | Televisión

Dicen de Chuck Klosterman que es un crítico cultural, lo que supongo que es una manera de insultarle, de regatearle la condición de escritor o de negarle la entrada a según qué clubes. Para mí es un ensayista soberbio que dedica mucha atención a la cultura pop y que ha escrito páginas luminosas sobre el elitismo, el gusto y la memoria. Su último libro se titula Los noventa, y aunque no he averiguado de qué va ni hacia dónde quiere llevarme, he disfrutado mucho con sus divagaciones sobre una década que —maldita sea— empecé de niño y acabé de veinteañero.

Klosterman dedica bastante espacio a la tele, dando donde más duele, es decir, en el prejuicio intelectual. Como con el fútbol, las cosas han cambiado mucho. Los listos de cada pueblo han pasado de presumir de no tener tele en casa a declararse eruditos, casi teólogos catódicos. Aún hoy me encuentro a algún escritor que finge no saber de qué se habla cuando alguien nombra MasterChef o se sopla el flequillo si en una sobremesa uno cuenta un chisme de Sálvame, pero son especímenes raros. En los 90, eran la norma.

Como el libro habla de Estados Unidos (para una mirada hispánica sobre ese mismo periodo, remito al libro de Juan Sanguino, Cómo hemos cambiado), pone como ejemplo de esta actitud a Frasier. Fue la comedia que más Emmy se llevó, porque iba sobre personajes esnobs que despreciaban al único personaje que veía la tele. La tele solo podía ser cultura si se daba asco a sí misma.

El péndulo está hoy en el lado contrario, y ahora, el personaje de Frasier sería un crítico cultural que imparte conferencias tituladas Chanquete como arquetipo jungiano o La calabaza Ruperta en la tradición totémica amerindia. En mi casa, a un pelma así se le mandaría callar y se le diría: siéntate y mira.

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