Mientras devoraba los ocho capítulos de ese fantástico reality a medio camino entre un fin de semana en una casa rural, una novela de Agatha Christie y La noche de los castillos que es Traitors (HBO Max), además de sufrir por cada adversidad a la que se enfrenta mi amigo Juan Sanguino —vuelvo a escribir de un amigo y con el posesivo como lo diría Isabel Pantoja, discúlpenme—, postrarme a los pies de la perspicacia de Leo Margets y replantearme el eterno debate “ropa interior debajo del pijama, ¿sí o no?” gracias a Abril Zamora, pensé mucho en Telecinco.
En el tanatorio, es de mala educación discutir cómo habría que haber salvado al muerto, pero de la muerte televisiva se puede volver, así pues, se vale aportar soluciones al destronamiento de Telecinco. No es difícil concluir que a una programación tan entretejida como la de la cadena amiga le faltan nuevos personajes con los que alimentar esas tramas transversales de las que beben todos sus programas, y que la mejor manera de incorporarlos es a través de buenos realities.
Lo mío no es interés por que el primogénito de Mediaset recupere el liderazgo de audiencia, es más bien querencia por la tele generalista. A un reality en plataforma, por muy bueno que sea, y Traitors lo es, le desluce la ausencia de simultaneidad en la emisión. El paso a la madurez sexual de cualquiera pasa por asumir en carnes propias que el orgasmo simultáneo no aporta nada y que tal vez el único a preservar es el que sientes, como decía Woody Allen en Maridos y mujeres, cuando el juez te da el divorcio. Pero ay en la tele. La tele es todo a la vez en todas partes y es mucho más gozoso llegar a la vez.
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