Enormes carrozas, carísimas plumas de todos los colores y cuerpos esculturales fotografiados hasta la saciedad a su paso por el Sambódromo: el desfile de las escuelas de samba de Río de Janeiro es un portentoso espectáculo audiovisual —una sucesión de óperas populares— y a la vez tan solo la punta del iceberg. No sólo porque es la culminación del trabajo de miles de brasileños durante meses, sino porque esconde tras de sí una enorme comunidad que tiene en la samba y el Carnaval parte indisociable de su identidad. Además este año el Carnaval vuelve a su ser en las fechas tradicionales tras los estragos de la pandemia.
Las escuelas de samba surgen en Río en los años 20 del siglo pasado. Lo de escuela se le debe a Ismael Silva, que fundó la pionera, Deixa Falar (Deja hablar, en portugués), para dignificar el trabajo de los músicos y formar “profesores de la samba”. Un contemporáneo suyo, Paulo Benjamin de Oliveira, fue uno de los fundadores de Portela en 1923, justo hace un siglo. Estos y otros sambistas, mayoritariamente negros, padecían múltiples fatigas para tocar. Paulo da Portela, como acabó siendo conocido, ensayaba al salir del trabajo en el centro y volver al suburbio de Madureira en los vagones del tren, para evitar la persecución policial. Luchó para cambiar la imagen de maleantes y buscavidas que se tenía de los sambistas, imponiendo buena vestimenta, orden y disciplina. Cien años después, sus herederos van a celebrar ese legado. El desfile de Portela en el Sambódromo estará dedicado a repasar su centenaria historia.
“Tenemos una deuda con lo que hicieron en el pasado”, comenta Nilo Sérgio, director de la orquesta de percusión de Portela (la llamada batería) mientras distribuye tambores entre los músicos antes de un ensayo. Hace cien años, los instrumentos los guardaba Paulo da Portela en su modesta casa. Ahora una especie de gran pabellón polideportivo se prepara para recibir a miles de personas. Es un miércoles y hay amenaza de fuertes tormentas en Río, pero faltan apenas 15 días para el desfile; los portelenses han acudido a la sede, en el barrio de Madureira, para el ensayo reservado para el núcleo duro de la escuela, su base social.
Durante unas tres horas, y siempre de azul y blanco, los colores de la escuela, cantarán sin cesar la canción con la que días después desfilarán en el Sambódromo. “Vencimos, a pesar de haber sido marginados”, dice una de las estrofas. Además de afinar los instrumentos hay que ensayar el canto, uno de los requisitos que serán evaluados por el jurado del gran concurso en el que durante los dos días grandes de Carnaval compiten 27 agrupaciones en dos categorías.
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Sérgio fue uno de esos entusiastas cuando de pequeño se plantó en la sede de Portela empeñado en tocar un instrumento. Autodidacta, como la mayoría de percusionistas de su generación, durante un tiempo recogía botellas de vidrio por el suelo para venderlas y rascar unas monedas con las que poder pagar el billete de autobús para volver a casa después del ensayo. Ahora, tras 18 años en Portela, tiene el orgullo de decir que está al frente “del corazón” de la escuela. Desfilará dirigiendo a 280 músicos, cuya percusión no sólo roba lágrimas e invita a sambar a un ritmo endiablado, sino que esconde secretos ancestrales. “La samba vino de Bahía y aquí en Río se modificó. Portela fue fundada cerca de un terreiro de candomblé, y antiguamente los percusionistas eran los ogãs (los sacerdotes)”, comenta.
Esa herencia de la religiosidad africana es común a todas las escuelas, pero cada una tiene características propias. La batería de Portela, por ejemplo, es conocida por el llamado agueré de Oxóssi (el ritmo sagrado dedicado a esta divinidad de los bosques y la caza). A través del sincretismo, Oxóssi también es venerado en Río como San Sebastián, patrón de la ciudad y de la batería de Portela. Para preparar el esperado desfile del centenario, Sérgio cuenta que investigó a fondo cómo eran los toques antiguos. Los músicos llevan ensayando desde mayo, en las semanas previas al Carnaval hasta cinco días por semana.
Es la recta final, porque el engranaje se pone en marcha prácticamente en el Miércoles de Ceniza. Tras pocas semanas de descanso, a partir de abril las escuelas dan el pistoletazo de salida anunciando su enredo, el tema que abordarán en el siguiente carnaval. El máximo responsable es el carnavalesco, una especie de director artístico de esta ópera popular. El cerebro del desfile realiza una sinopsis con sus ideas y la entrega a los compositores, que tendrán unas semanas para ponerse a escribir.
Empieza ahí la disputa del samba-enredo: cientos de compositores compiten para que su canción sea la elegida. Las eliminatorias se celebran durante varios fines de semana en las sedes de las escuelas, en animadas fiestas que culminan entre septiembre y octubre, cuando cada agrupación elige su canción ganadora. Mientras tanto, en los almacenes donde se construyen las carrozas y se confeccionan los vestidos, un ejército de herreros, carpinteros, escultores, pintores y costureras acelera el ritmo de trabajo.
También suben de intensidad los ensayos de componentes como la pareja de mestre-sala y porta-bandeira. Su misión es presentar la bandera de la escuela, que en el caso de Portela exhibe su icónica águila y 22 estrellas, una por cada campeonato conquistado, la máxima vencedora de la historia del Carnaval. “Es difícil encontrar una palabra que defina lo que sentimos cuando escuchamos el himno y entramos en la Sapucaí (en referencia al sambódromo) con Portela, va mucho más allá del Carnaval”, explica Marlon Lamar, el mestre-sala de la escuela.
‘La Sapucaí’ o muchas veces simplemente ‘La Avenida’ es como los sambistas se refieren cariñosamente la antigua avenida Marqués de Sapucaí, sobre la que se construyó en 1984 lo que los menos allegados conocen como Sambódromo.
Lamar hace pareja con Lucinha Nobre, que es una de las veteranas del carnaval carioca, con casi 30 años ondeando banderas. El baile de los dos evoca un romántico cortejo, pero hay reglas inquebrantables: la bandera no puede enrollarse sobre sí misma, los dos tienen que girar en dirección de las agujas del reloj y al revés y exhibir una perfecta complicidad tanto en los pies como en la mirada. Su baile es uno de los requisitos que evalúa el jurado. La presión sobre ambos es máxima y los ensayos están a la altura: desde enero ensayan casi cada madrugada, para ir acostumbrando el cuerpo. Ella llevará un disfraz que puede pesar hasta 25 kilos, y girará sobre sí misma infinitas veces a lo largo de los 700 metros que tiene el Sambódromo.
Confiesa que durante un tiempo en que tuvo problemas en la columna una inyección de relajante muscular fue la aliada para salir sonriendo ante los más de 70.000 espectadores. “Toda mi vida está dedicada al Carnaval”, dice tras el enésimo ensayo. Tras las fiestas, una apretada agenda para dar conferencias y talleres sobre samba que ya la ha llevado desde Cabo Verde hasta Japón.
El desfile en sí es un momento apoteósico pero matemáticamente calculado que no puede durar más de 70 minutos. Cada escuela debe desfilar con un mínimo de 2.500 componentes y un máximo de 3.200 (la gran mayoría ciudadanos de a pie) que tienen que avanzar a buen ritmo y cantando a pleno pulmón, lo que ayudará a obtener buenos puntos en evolución y armonía, dos de las categorías que se evalúan.
También se puntúan la comisión de frente (el grupo de bailarines que con su coreografía introduce el tema del desfile), el enredo (si el tema está bien explicado en el desfile), las carrozas, los disfraces, la calidad de la canción y el sonido de la batería.
Las escuelas de samba son un faro de cultura popular en regiones en muchos casos pobres y violentas, donde la presencia del Estado es muy escasa. Suponen una plataforma para salir de la exclusión social para miles de jóvenes y un espacio seguro para los fieles de religiones de origen africano y para la población LGTBIQIA+ en entornos donde el fundamentalismo evangélico gana terreno.
Pero ese tirón popular también es un imán para el crimen organizado. En muchos casos las escuelas cuentan con patronos vinculados al jogo do bicho, un sistema de apuestas tan popular como ilegal. Esos claroscuros en la financiación son conocidos por todos, pero para las autoridades es difícil socavar una expresión cultural tan arraigada, que además genera miles de puestos de trabajo.
En Río hay más de 70 escuelas de samba, y el Carnaval, que también cuenta con otra pata fundamental, las comparsas callejeras o blocos, es decisivo para el PIB de la ciudad más turística de Brasil. Según un estudio del ayuntamiento, se espera que este año las fiestas inyecten 4.500 millones de reales (870 millones de dólares o 812 millones de euros), un 12,5% más que en el Carnaval de 2020, el último antes de la pandemia.
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