La onda expansiva de las imágenes de cuatro ciudadanos estadounidenses a merced de la violencia del narco mexicano en Matamoros, uno de los focos de la delincuencia organizada en el país, corrieron como la pólvora esta semana en Washington ―por los pasillos del Capitolio, por los despachos de las embajadas y de la Administración de Joe Biden y por las redacciones de los grandes medios― hasta provocar una escalada del bando más extremo del partido republicano contra el Gobierno mexicano. Esa andanada ha incluido acusaciones contra el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, de un ex fiscal general de la era Trump, William Barr, por no hacer lo suficiente por combatir el crimen organizado y también la respuesta de este, que se revolvió ante estos ataques y denunció su intervencionismo. “A México se le respeta, no somos un protectorado ni una colonia de Estados Unidos”, zanjó López Obrador.
Los cuatro amigos cuyo viaje ha desatado la penúltima tormenta diplomática habían conducido desde Carolina del Sur para, supuestamente, acompañar a una de ellos a someterse a una operación de cirugía estética. Atravesaron la frontera por el paso de Brownsville (Texas) y, una vez en Tamaulipas, acabaron metidos en una persecución en la que participaron hasta nueve vehículos y cuyo desenlace recogido en vídeo ha sido repetido una y otra vez en las televisiones por cable estadounidenses estos días. Dos de ellos volvieron a casa dentro de un ataúd. A los otros dos los encontraron con vida el martes y ya están de regreso en Estados Unidos.
El suceso proporcionó un suculento alpiste para los halcones del ala más extrema del Partido Republicano, que desempolvaron una vieja aspiración, tan vieja, como, al menos, la presidencia de Barack Obama, y, después, la de Donald Trump: nombrar a los cárteles de la droga como grupos terroristas y otorgar facultades al presidente Biden para lanzar operaciones militares en territorio mexicano con el pretexto de frenar el tráfico de fentanilo, droga que ha contribuido a batir de nuevo el récord de muertes por sobredosis en Estados Unidos: 107.000 en el último año.
Dos representantes republicanos, Michael Waltz (Florida) y Dan Crenshaw (Texas), introdujeron en el Congreso en enero un proyecto de ley que permitiría emplear “la fuerza militar contra los cárteles”. “No podemos permitir que organizaciones letales y fuertemente armadas desestabilicen México y metan personas y drogas en Estados Unidos. Debemos comenzar a tratarlos como al Estado Islámico, porque eso es lo que son”. Y esta semana Lindsey Graham, senador por Carolina del Sur, se sumó a la corriente de un duro artículo de Barr en The Wall Street Journal, con la convocatoria de una conferencia de prensa el miércoles para prometer que Estados Unidos “desatará toda su furia y poderío”. “Destruiremos su modelo de negocio y su estilo de vida porque nuestra seguridad depende de ello”. Graham se dirigió específicamente a López Obrador, lo mismo que Crenshaw: “¿Por qué protege a los carteles?”, preguntó este al mandatario mexicano.
El Partido Republicano controla la Cámara de Representantes, pero el Senado está en manos de los demócratas, de modo que la iniciativa de Waltz y Crenshaw tiene pocos visos de prosperar. Y si lo hiciera, se toparía con un muro de trabas legales para llevarla a cabo, y, en última instancia, con la oposición de Biden, aunque nadie en su partido haya salido a discutir esos planes: aparentar debilidad con México no vende políticamente en el Estados Unidos de la crisis del fentanilo y de camino a la campaña presidencial de 2024.
Por ese interés electoral, el caso de Matamoros ha calado especialmente en el argumentario de un Partido Republicano plenamente metido en precampaña. Al insistente recurso de la crisis de la frontera, se añade así el fantasma de la seguridad, como se pudo comprobar hace uno días en los discursos de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC), que convoca a la facción más trumpista.
Del otro lado de la frontera, se acusa a Estados Unidos de no haber reconocido su parte de responsabilidad en el combate contra el narcotráfico. Es un nuevo choque entre el país de la demanda y el de la oferta de drogas. Entre una sociedad de consumidores sumida en una profunda crisis de consumo de opiáceos y otra que arrastra cientos de miles de muertos en casi dos décadas de guerra contra los cárteles, las organizaciones criminales más poderosas del mundo.
“El problema que tienen en este país”, sostuvo esta semana una fuente diplomática mexicana en Washington, “es que siempre se pone el foco del lado de la oferta, y no tanto de la demanda. Siempre es: ‘Mira el veneno que nos están mandando los narcos’. Y nunca se paran en otras aristas de un problema terriblemente complejo. Por ejemplo: en que cuatro de cada cinco adictos a los opiáceos en Estados Unidos empezaron gracias a la prescripción de analgésicos como el Oxycontin. Dicho lo cual, las imágenes de esta semana son terribles, muy difíciles de contrarrestar”.
Los últimos presidentes de México han tenido que lidiar con las presiones llegadas en materia de seguridad del Norte y acentuadas tras casos como el de Tamaulipas. Pero esta vez, el Gobierno de López Obrador considera que se ha llegado demasiado lejos. “De una vez fijamos postura: nosotros no vamos a permitir que intervenga ningún gobierno extranjero y mucho menos las fuerzas armadas de un gobierno extranjero en nuestro territorio”, dijo el mandatario el pasado jueves.
“México jamás permitiría algo así”, zanjó Marcelo Ebrard, el secretario de Relaciones Exteriores, que apuró su regreso de una gira de trabajo por Asia tras el episodio del secuestro de los estadounidenses. El canciller afirmó que la propuesta de los republicanos es “inaceptable” y lamentó que se enarbole un discurso antimexicano con fines electorales. “Saben que la pandemia del fentanilo no se origina en México, sino en Estados Unidos”, agregó Ebrard, que advirtió de “consecuencias catastróficas para la cooperación binacional contra las drogas” si la iniciativa sigue adelante.
“Son discursos para consumo interno, en los que media un componente nacionalista, pero la relación entre ambos países va más allá de todo eso”, señala Roberto Zepeda, académico de la Universidad Nacional Autónoma de México. En su opinión, el escenario de una ruptura definitiva aún es lejano e improbable. Ambos países comparten más de 3.000 kilómetros de frontera, el flujo fronterizo más intenso del mundo y actividades comerciales que superan los 660.000 millones de dólares anuales, según datos oficiales. “México forma parte del perímetro de seguridad de Estados Unidos y no le convendría abrir ese frente”, continúa, sobre todo en una coyuntura como el conflicto comercial con China y la invasión rusa de Ucrania.
Desde los círculos diplomáticos mexicanos de Washington, se recuerda que una iniciativa como la que se está planteando se ha enfrentado en el pasado con el muro de su dudosa legalidad desde el punto de vista del derecho internacional. También, que en medio de las tensiones, López Obrador recibió a finales de esta semana en la sede del Gobierno a Elizabeth Sherwood-Randall, asesora de la Casa Blanca para Seguridad Nacional, para hablar del tráfico de fentanilo y de armas. Es decir, de lo que cada socio reclama al otro: Washington quiere frenar el narcotráfico y México quiere que el comercio ilegal de fusiles estadounidenses deje de nutrir a los cárteles.
En paralelo, el embajador de EE UU, Ken Salazar, se reunió en Ciudad de México con el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, para tratar los mismos temas. Desde octubre de 2021, ambos países anunciaron un nuevo marco de trabajo en seguridad conocido como el Entendimiento Bicentenario, que ha acelerado la extradición de capos mexicanos en los últimos meses y el intercambio de información para capturarlos. En la lista de deseos de Washington hay nombres como Rafael Caro Quintero y Ovidio Guzmán, el hijo de El Chapo, y ya están en marcha los trámites para que sean llevados ante la justicia estadounidense.
La intención tras esos gestos es mostrar que se puede mantener el diálogo, a pesar del ruido de los últimos días.
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