La cinta de culto Queridísima mamá cuenta la relación entre Joan Crawford (Faye Dunaway) y su hija adoptiva, Christina, en cuyo libro está basada la película. Por supuesto, existe el vicio de ser la protagonista quien escribe; Joan es la mala de la película, una madre tan insegura y narcisista que adopta una niña sólo para seguir teniendo papeles en el temprano declive de su carrera. Es difícil rememorar la figura de Joan Crawford sin tararear la canción que le dedicaron los Blue Öyster Cult “…los policías se esconden tras las faldas de las niñas… Joan Crawford ha salido de su tumba”.
Los procesos de adopción, interminables para el vulgo, se aceleran a la velocidad del sonido cuando los adoptantes son muy ricos (aquí, de verdad, es muy importante el adverbio de cantidad), como sucede en todos los ámbitos de la vida, por otro lado. Es desde que existen los llamados “creadores de contenido” que se ha democratizado el uso de hijos como complementos a la imagen pública. Una conocida influencer española dio a luz a su primer hijo el verano pasado y, antes de 24 horas, ya había subido una foto con él en el hospital, foto a la que antecedió un vídeo enseñando su maleta posparto (maquillaje, secador, filtro difusor, tenacillas para el cabello) y varios modelos para lucir en el paritorio. No hubo ni unas horas de intimidad para que el hijo fuera recibido por el mundo. Dentro de veinte años habrá una generación de jóvenes que no habrán conocido la intimidad. Niños esclavizados por la excelencia capilar y los móviles, expuestos para ojos de curiosos, bromistas, envidiosos y canallas. Niños a los que nadie va a proteger del peor depredador que existe (la fama), que encima no tendrán ni el beneplácito de ser los descendientes de una figura imprescindible como Joan Crawford.
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