El primer día de patinaje, mi hija me dijo que lo más importante es aprender a caerse. Con mi deformación profesional, yo pensé: mira, el patinaje es parecido a la física, donde lo más importante y lo más complicado que existe es aprender cómo caen las cosas. Y es que la clave de que estemos aquí, que exista nuestro planeta, nuestro Sol, nuestra galaxia, es que parte del material que compone el universo ha ‘caído’ a un determinado sitio. Pongo ese verbo entre comillas porque el concepto caer no es demasiado fácil a escala cósmica. Lo explico, aunque esta es una de las grandes preguntas que se ha hecho la humanidad durante milenios y hoy se hacen los astrofísicos y aún (soy optimista) no lo entendemos bien. El tema es tan complicado que me va a dar para varias semanas, y ni aun así. Empiezo hoy por hablar de ¿por qué caen las cosas?
Empecemos por lo más cotidiano, que quizás nos podría parecer lo más fácil: ¿por qué caen las cosas en la Tierra? Aristóteles decía: “Todo tiende a lo que es natural y una piedra cae al suelo porque son de naturaleza parecida”. Dirán ustedes, milenios después: fácil, por su peso y eso, precisamente, es lo que dice la RAE, caer es “moverse de arriba a abajo por la acción del propio peso”. Pero si ya tienen algo más de conocimientos de física, dirán: se cae por el efecto de la gravedad o la fuerza gravitatoria asociada a la masa de la Tierra. Las tres respuestas son correctas en alguna medida, aunque no describen completamente la realidad y, de hecho, la explicación física más avanzada hoy supera esos conceptos de naturaleza, peso y fuerza.
Pero no quiero pararme ahí, nunca mejor dicho, porque quiero ver cómo se paran las cosas que caen. Lo que pretendo ahora es avanzar en el tiempo y preguntarme lo que pasa después de que algo empieza a caer. Bajo el efecto de la aceleración gravitatoria, todo cuerpo va incrementando su velocidad. Dejando a un lado los efectos de la resistencia del aire, que tienen a frenar los objetos (de manera diferente según su forma), un cuerpo, en lo que se llama caída libre, cada vez va más rápido. Dejemos esto colgando un momento y pasemos a otro concepto.
La historia del universo es como una novela de George R.R. Martin, una canción de hielo y fuego eterna (hasta hoy). Solo si hay nubes de gas heladas (en el sentido de muy frías, con temperaturas de -200 grados centígrados o menos) con hidrógeno pueden aparecer estrellas, que son entes supercalientes comparados con ese gas primigenio. Las estrellas mueren y su material, que incluye elementos como oxígeno, fósforo o hierro, que se han sintetizado en su interior, se enfría otra vez, estando rodeado en realidad de un cosmos que está a una temperatura media de unos -270 grados centígrados, próxima al cero absoluto (menos de 3 grados por encima). Esos elementos forman de nuevo nubes frías que se vuelven a calentar y dan lugar a planetas de temperaturas que nosotros consideramos benignas para nuestra vida. Frío y caliente, conceptos a los que nos referimos hablando de temperatura.
La temperatura es en realidad una medida de la velocidad de las moléculas del aire que hay en nuestra atmósfera o de los átomos en las nubes de gas que dan lugar a estrellas. Y aquí introducimos lo que necesitábamos para seguir nuestra historia de que las cosas caen. Las cosas caen, cada vez van más rápido, así que su temperatura incrementa. Y si la temperatura de un gas incrementa, ¿cómo se pueden formar nubes frías? Sin nubes frías no pueden existir zonas donde el material se vuelva más denso, y esto es algo necesario para formar estrellas o planetas.
Volviendo a la Tierra, lo que se cae gana velocidad —energía cinética se dice— y el resultado final, sepa caer como la patinadora o no, es frenar su movimiento con un choque contra la superficie del planeta. A no ser que su energía sea suficientemente alta, el resultado del choque será que toda esa energía que llevaba se convertirá en deformación, vibración (y por tanto sonido), calor… Es decir, en transferencia de energía a los átomos del suelo y del objeto que cae, que se moverán más rápido, tanto que quizás ya no puedan macroscópicamente dar cuenta de un sólido, sino pasar a estado líquido (donde los átomos o moléculas se mueven más) o incluso gaseoso.
Una vez que tenemos claro qué significa eso de caer en la Tierra, apliquémoslo al universo. Para que se formen estrellas, y planetas y vida junto con ellas, deben existir nubes frías en las que la densidad aumente hasta lo que vemos en el Sol o nuestro planeta. Para que se formen esas nubes, el material debe caer a un determinado sitio, porque el universo en global es muchísimo menos denso que las nubes que dan lugar a estrellas. Imagínense los átomos cayendo por el efecto de la gravedad, aunque es importante remarcar que no hay un arriba o abajo que ayude a entender la palabra “caer”. ¿Pero la gravedad asociada a qué? Y si los átomos caen cada vez tendrán más velocidad, mayor temperatura, así que ¿cómo se enfrían para formar las nubes que dan lugar a estrellas? Porque no hay una superficie de planeta para que se paren. Incluso hay más preguntas: ¿cae toda la materia de igual forma a esas nubes para formar estrellas o hay cosas que caen más rápido? ¿Cae de igual manera la materia a escalas estelares que a escalas más grandes, parecidas al tamaño de galaxias? Como ven, muchas más preguntas que respuestas, ya avisé que el tema es el más complicado del mundo, de hecho, del universo, algunos dedicamos nuestra vida a intentar entenderlo.
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.
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