Decía esta semana Francino que los modelos televisivos italianos que se instalaron aquí en los noventa “han modelado una parte de cómo somos, y no es una parte buena”, al leerlo asentí hasta el descoyunte cervical.
Nos han modelado porque somos lo que vemos. Telecinco nació con una declaración de intenciones: sin informativos, solo diversión; histriónica, infantiloide, bobalicona. Un mundo feliz que nos surtía de soma mientras se declaraba tu pantalla amiga y donde todo, desde el Telecupón hasta los resúmenes de aquellos goles que eran amores, servía para cosificar a las mujeres y devolvernos a una España más arcaica que la de los Botejara. La ficción se estancó, convertida en mero soporte publicitario pleno de familias pijas, cursis y clasistas, con su niño, su abuelo y su sirvienta andaluza, un modelo que nació antiguo porque España ya tenía una televisión moderna. Guionistas como, reverencia, Ana Diosdado habían asentado una ficción adulta que no inventaba un país, lo documentaba.
España se parecía más a la que nos contaron Anillos de oro y Segunda enseñanza, que a la de Médico de familia. Las creaciones de Diosdado no fueron una rareza, habíamos tenido Verano azul y tuvimos después Turno de oficio o Tristeza de amor, más progresistas y avanzadas que muchas de las que llegaron después. Pueden comprobarlo en RTVE Play.
Lo desazonador es que la erosión de ese modelo no la ha propiciado una alternativa de calidad, sino las pacatas ficciones turcas con sus loas a la familia tradicional y la falta de diversidad y, por mucho que escribamos sobre lo que se cuece en las plataformas, son ellas las que se llevan las audiencias millonarias, las que nos modelan. Sálvame ha muerto, viva Tierra amarga. A este paso llegará el día en el que una serie sobre abogados matrimonialistas nos parezca transgresora.
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