Antes de hacer promesas de año nuevo, lea esto | EL PAÍS Semanal

Llega el momento de hacer balance del año que termina y, sobre todo, de proponerse objetivos para el que comienza: aprender a tocar la guitarra, dar la vuelta al mundo, publicar una novela… Quizás antes de hacer esa lista podemos detenernos en dos escuelas filosóficas con unos 2.300 años de antigüedad que tradicionalmente se han visto como opuestas, pero que nos pueden ayudar a conocernos mejor antes de plantearnos qué podemos hacer y cómo podemos lograrlo. Nos referimos al estoicismo, de moda desde hace unos años, y al epicureísmo, lastrado por siglos de tópicos y acusaciones falsas.

Estas dos escuelas filosóficas empiezan su andadura tras la muerte de Alejandro Magno en el año 323 antes de Cristo. Surgen en un momento de crisis: han desaparecido las ciudades-Estado y se están consolidando reinos más grandes. Empieza a haber una gran distancia entre gobernantes y gobernados, y los filósofos se preguntan qué puede hacer un solo individuo en una sociedad regida por un gobierno muy poderoso, con mucha influencia en nuestras vidas, pero al mismo tiempo muy distante.

No está tan lejos de lo que sentimos en ocasiones: ¿cómo puedo combatir el cambio climático? ¿Qué puedo hacer yo para moderar la inflación? ¿Este tuit contra la invasión rusa de Ucrania servirá para algo? De hecho, y aunque es una época muy diferente a la nuestra, hay al menos otro punto en común muy importante, como nos explica Iker Martínez, profesor de Filosofía Antigua en la UNED: la sensación que se tenía entonces de decadencia de los valores. Coincide María Isabel Méndez Lloret, decana de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona: “Las filosofías helenísticas aparecieron en un momento en que el individuo se sentía desamparado, desorientado, porque los referentes morales habían perdido su valor, su protagonismo”.

En este contexto, Zenón de Citio funda la escuela estoica, que seguiría estando presente durante el siglo II de nuestra era, cuando el emperador romano Marco Aurelio escribió sus Meditaciones, y que influiría también en el cristianismo y en ideas actuales tan dispares como el cosmopolitismo, los derechos humanos, el espíritu emprendedor de Silicon Valley e incluso en la preparación de Luis Enrique, entrenador de la selección española de fútbol masculino. Su influencia se entiende si recordamos que, como escribe Victoria Camps en su Breve historia de la ética, estos pensadores se acercaron “a preocupaciones, como la muerte o la vulnerabilidad del ser humano, poco tratadas directamente por el resto de los filósofos antiguos o modernos”.

Y es que la filosofía estoica es una filosofía práctica, que quiere ayudar a vivir lo mejor posible, teniendo en cuenta las debilidades humanas. En su Enquiridión (el Manual para la vida feliz), Epicteto decía que hay cosas que dependen de nosotros y podemos controlar, incluidos nuestros deseos y miedos, y otras que no, como el temor a envejecer o a enfermar, que hemos de afrontar con valor. “No son los hechos lo que turba a las personas, sino sus juicios sobre los hechos”, escribía.

El estoicismo, como recuerda Martínez, es un sistema que coloca la racionalidad en el centro. El objetivo es la apatheia, es decir, liberarnos de las pasiones que nos llevan a buscar cosas imposibles, como la inmortalidad, o irrelevantes, como la riqueza y la fama, para poder vivir con tranquilidad y sin perturbaciones.

Es decir, los propósitos de año nuevo de un estoico serán racionales, medibles, controlables. ¿Ir al gimnasio? Por supuesto. ¿Aprender alemán? Claro. ¿Conseguir un ascenso? Eso ya no depende solo de nosotros y nos debemos conformar con hacer nuestra parte. Hay que vivir lo mejor que podamos, conscientes de nuestras limitaciones y desarrollando virtudes como el valor, el autocontrol y la justicia: “La ética estoica enseña cómo mediante el autoconocimiento el individuo descubre su lugar en la historia del mundo, cómo lo acepta y cómo ajusta armónicamente su vida con el orden universal natural”, explica Méndez Lloret.

Aun así, no sorprende que se haya acusado al estoicismo de conformista, en especial a las versiones popularizadas en los últimos años, y de que, a cambio de reducir nuestro sufrimiento y nuestra ansiedad, contribuyamos a reforzar el statu quo. Como recuerda Iker Martínez, todas las escuelas de la antigüedad son conservadoras, pero, incluso teniendo esto en cuenta, a menudo se simplifica un pensamiento muy complejo, cuyo objetivo es, sobre todo, que nos conozcamos mejor a nosotros mismos. Y que admitamos, si es el caso, que jamás aprenderemos a tocar la guitarra con vídeos de YouTube y que deberíamos apuntarnos a clases.

Los placeres sensatos de Epicuro

El epicureísmo suena como una alternativa más divertida, al menos si hacemos caso a las acusaciones de banquetes y orgías. Pero estas acusaciones, muchas de los primeros siglos del cristianismo, eran bulos y noticias falsas que contribuyeron a un menor conocimiento y aceptación de las ideas epicúreas. A estas acusaciones se unían algunos aspectos de su filosofía que los poderosos de su época (y las posteriores) veían difíciles de aceptar, como la creencia en que los dioses no intervienen en la vida de los humanos, su desconfianza en el poder político y su apuesta por los pactos y el diálogo.

Es verdad que esta escuela fundada por Epicuro propone una filosofía basada en el placer: “El gozo es el principio y el fin de una vida dichosa”. Pero, como recuerda Michel Onfray en Las sabidurías de la antigüedad, tras esa frase el filósofo subrayaba que es mejor un dolor o un sufrimiento presente si produce una satisfacción mayor más adelante, y que hay que evitar un placer inmediato que sea causa de dolor en el futuro. De hecho, para estos pensadores a menudo era más importante evitar el dolor que buscar el placer.

También rechaza los tópicos Méndez Lloret, que recuerda que los epicúreos proponían un modelo de vida libre, “carente de lujo, alejado de los logros políticos, de las leyes, austero, cuya norma general consistía principalmente en considerar el cálculo de las consecuencias de las decisiones cotidianas”.

Es decir, un epicúreo no se entregaría a una comilona hasta reventar, coronada con dos o tres (o cuatro) gin-tonics, ya que tendría en cuenta la indigestión, el dolor de cabeza, los remordimientos y, si hubo puro, incluso el cáncer de pulmón. Su placer es el de la moderación y, sobre todo, el de la amistad. Como decía el propio Epicuro, “a quien con un poco no basta, a ese nada le basta”.

Esta forma de pensar no solo puede ahorrarnos alguna innecesaria resaca navideña, sino que, además, nos anima con propósitos para 2023 como aprender otro idioma o estudiar otra carrera, aunque eso suponga un sacrificio a corto o incluso medio plazo. El hedonismo, recuerda Onfray, es “un mecanismo más refinado, más conceptual, más imaginativo, menos rudimentario de lo que piensan sus detractores”. O, como resume Méndez Lloret, “la vida placentera es una vida tranquila, confiada, segura”.

Las ideas epicúreas nos pueden ayudar también a evaluar nuestras prioridades, como explica la filósofa Catherine Wilson en su Cómo ser epicúreo. No siempre podemos escoger, claro, pero a menudo aceptamos dolores a cambio de un placer menor o, peor, que no llega nunca: ¿trabajamos demasiado, sobre todo si, además, no nos gusta lo que hacemos? ¿Necesitamos el coche o nos podríamos ahorrar los gastos? ¿De verdad tenemos que decir que sí a todos los compromisos sociales solo por no quedar mal?

Igual que los estoicos, Epicuro cree que los errores no están en lo que nos ocurre, sino en lo que opinamos sobre lo que nos ocurre y, especialmente, en el miedo a que nos ocurran ciertas cosas. Incluida la muerte, a la que no deberíamos temer. Lo que proponen Epicuro y sus seguidores —especialmente el romano Lucrecio, en el siglo I antes de Cristo— es que nos preocupemos, sobre todo, por la calidad de nuestra vida y no solo por su cantidad.

Aunque ahora parezca parcialmente olvidado frente a su rival, el epicureísmo influyó en pensadores como Thomas Hobbes, en los utilitaristas (preocupados también por el placer y el dolor) y en los revolucionarios estadounidenses. Hay que recordar que, además, se trata de unas ideas dirigidas a toda la humanidad, de modo similar al cosmopolitismo de los estoicos. De hecho, la escuela de Epicuro (el Jardín) admitía a mujeres, ancianos, niños y esclavos, algo nada frecuente en la época, pero que contribuyó a las acusaciones de descontrol y libertinaje.

Podemos aprender de ambas filosofías. Ambas persiguen el mismo fin, explica Méndez Lloret: “Devolver al hombre la seguridad en sí mismo, ofrecerle las herramientas filosóficas para convertirlo en un cosmopolita, liberándolo de la pertenencia a una comunidad concreta (la polis griega)”. Es decir, convertirnos en ciudadanos críticos que confían en su razón, aunque unos (los estoicos) acepten el orden natural del mundo y otros (los epicúreos) crean que ese orden no es más que caos y azar.

Quizá no haga falta elegir bandos o posicionarse también en esto, pero llevamos unos años de pandemia y de inflación y de crispación que casi nos han obligado a ser, al menos, un poco estoicos. Quizá —y esta ya es mi opinión— nos venga bien un pequeño y moderado descanso epicúreo.

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