Pablo Aimar rompió a llorar como un niño cuando Messi soltó un latigazo en el minuto 72 desde la frontal del área y deshizo el embrujo que le hubiera costado la eliminación contra México. Aimar es el segundo entrenador de Argentina. Se sentaba ahí como profesional. Y se supone que debía estar pensando en la táctica y no sufriendo como un aficionado. En la imagen se ve al seleccionador, Lionel Scaloni, gritándole. Parece que le reprende. Luego lo aclaró en rueda de prensa. “Habría que tener un poco más de sentido común y pensar que es solo fútbol. Es difícil hacer entender a la gente que mañana sale el sol se gane o se pierda”. Lo decía por Aimar, se supone. Pero, sobre todo, por Argentina, una nación casi siempre en el alambre del ataque de nervios. Un lugar muy útil, también, para descifrar su versión europea, algo más sosegada, pero casi siempre igual de incomprensible.
Italia estará 12 años sin jugar un Mundial. Así que el otro día fui a hurgar en una herida nacional en la piel de mi amigo Francesco, un tipo imperturbable para cualquier asunto que no tenga que ver con el fútbol. “¿Cómo va el torneo?”. Él, lejos de incomodarse, respondió que se trataba de una de las mejores Copas del Mundo de las que había disfrutado desde que tiene uso de razón. Mi amigo, un prodigio de refinamiento e ironía romana, no hablaba esta vez con dobleces. Acababa de ver un trepidante Serbia-Camerún, disfrutaba como un enano del partido de las 11 de la mañana sin la familia en casa y había sufrido un ataque de amnesia que le permitió olvidar todas las críticas a las violaciones de derechos humanos de Qatar formuladas en bares y hashtags las semanas anteriores. Ningún sentimiento de culpa. Pero lo mejor, me confesó, era el alivio y la relajación por no jugarse nada. Aquello de lo que hablaba Scaloni, lo de estar seguro de que el sol iba a salir la mañana siguiente pasase lo que pasase en la cancha. “Vivir sin miedo”, me confesó al final.
Italia anda así de despreocupada al torneo. Y llegados a este punto, han tenido que tomar decisiones extrañas sobre sus preferencias. Un sondeo de la empresa Izi revela que la mayoría animará a Argentina (con un 22,4% de apoyo). El recuerdo de Maradona, la admiración por Messi o los abuelos que migraron componen la receta (para muestra, la loca reacción de Lele Adani, comentarista de la RAI, tras el gol de Messi). El segundo lugar en simpatía lo ocuparía España con 14,7%: cualquier italiano con sentido común sabe que ganaron injustamente las semifinales de la pasada Eurocopa. Lo fundamental, sin embargo, es lo que tiene claro la mayoría: que Francia no debe ganar el Mundial (el 22% lo desea con todas sus fuerzas, según la empresa de sondeos políticos SWG). Y más ahora que las cosas con Macron han vuelto a calentarse desde que llegó Meloni.
Italia tenía cuatro Mundiales y una clase y chulería innatas que le permitían ganar con la cabeza un sinfín de partidos que quizá no mereció con las piernas. Pero se ha roto algo. Dice Sacchi que es un reflejo del país, de una sistémica pillería que ha cambiado el conocimiento por los conocidos. Un cierto trilerismo, dice él, que ya no alcanza. Pero parece que es algo peor. Una cuestión de cabeza. Dice otro amigo mío que el amor es solo el miedo a perder algo. Que hasta que uno no experimenta ese terror atávico, el afecto tiene que llamarse de otro modo. Pero no es amor. Así que lo malo sería que Italia, mi amigo o Pablo Aimar, al final de esta escapada, hayan perdido mucho más que algunos Mundiales.
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