Auge y caída de Juan Guaidó | Internacional

El clima en Caracas era de máxima euforia para los simpatizantes opositores. Un diputado de 35 años, un desconocido fuera del país e incluso entre los venezolanos que no estaban acostumbrados a seguir la letra pequeña del rompecabezas de la política local, se acababa de proclamar “presidente encargado”. Era el 23 de enero de 2019, la plaza Juan Pablo II del Municipio Chacao, un bastión tradicional de las fuerzas antichavistas, estaba abarrotada y en cuestión de minutos la euforia dio paso al desconcierto. Juan Guaidó no llevaba ni tres semanas al frente de la Asamblea Nacional, el poder legislativo controlado por la oposición que dos años antes había sido anulado por orden de la justicia afín al oficialismo. El desafío que el joven dirigente de Voluntad Popular, el partido fundado por Leopoldo López, lanzó a Nicolás Maduro terminó formalmente este viernes con la oposición al borde de un estallido. Pero ese día, hace casi cuatro años, predominaban dos ideas: la de cambio, que llenaba de esperanzas a las bases de la antigua coalición opositora, y la tensión política que, con las horas, reemplazó el ambiente de euforia.

Juan Guaidó durante su proclamación como "presidente interino" de Venezuela el 23 de enero de 2015.
Juan Guaidó durante su proclamación como “presidente interino” de Venezuela el 23 de enero de 2015.FEDERICO PARRA (AFP)

Los primeros días de Guaidó fueron una secuencia de vértigo. Su irrupción en la primera línea no fue espontánea ni improvisada, llevaba meses gestándose con el conocimiento de la Administración de Donald Trump. El objetivo era derrocar a Maduro, poner en marcha una transición y convocar elecciones, pero desde sus comienzos y hasta su caída el pulso que intentó echar al Gobierno planteaba un problema de lenguaje: nombrar lo desconocido. Fórmulas como “presidente encargado” o “gobierno interino” no tenían precedentes y, de facto, el presidente real nunca perdió el control de la maquinaria del Estado a pesar de la enorme presión interna y externa, las deserciones de militares y las traiciones.

La oposición siempre rechazó el uso del calificativo “autoproclamado” y esgrimió la Constitución aprobada por Hugo Chávez para argumentar legalmente la disputa. El artículo 233 contempla, entre los supuestos para considerar como vacante el cargo de presidente de la República, “el abandono” del mandatario, en cuyo caso está prevista su sustitución provisional por el jefe del legislativo. Ese abandono, según la interpretación de los opositores, respondía a una situación de usurpación del poder que, a su entender, se había originado en las presidenciales de 2018, celebradas sin suficientes garantías, sin apenas competencia y en medio de acusaciones de fraude.

Sin embargo, la jurisprudencia tuvo poco que ver con lo sucedido y siempre fue un pretexto para justificar una batalla política que, por otro lado, ya tenía suficientes asideros: de la profunda crisis económica que provocó un éxodo de millones de personas a la represión de las fuerzas de seguridad chavistas, los presos políticos o las denuncias de graves violaciones de derechos humanos formuladas por varios organismos, con Naciones Unidas a la cabeza. Con todo, el consenso en torno a la figura de Guaidó fue al principio prácticamente unánime en las filas de la oposición y también en el tablero internacional.

Juan Guaidó en un acto con seguidores, en Caracas (Venezuela), el pasado 27 octubre.
Juan Guaidó en un acto con seguidores, en Caracas (Venezuela), el pasado 27 octubre.MIGUEL GUTIÉRREZ (EFE)

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El mayor apoyo a su proyecto fue el reconocimiento explícito de casi 60 países. En 2019 gobernaba Trump en Estados Unidos y el impulso de la Administración del magnate, al igual que el de Iván Duque desde Colombia, fue determinante para mantenerlo a flote y probablemente para que no fuera detenido. También se sumaron, con más prudencia, varios Gobiernos europeos, entre ellos España, uno de los primeros en reconocerlo como presidente, auparlo y, con el tiempo, ignorarlo sin romper con él de forma explícita. También la propia Unión Europea, que le retiró el respaldo en 2021. Esa unanimidad empezó a resquebrajarse meses después. Las críticas empezaron a llegar desde dentro, de los sectores opositores que veían en la construcción del “gobierno interino” una entelequia sin salida y también del ala más ultraderechista que reclamaba una intervención militar extranjera.

La decisión de la gran mayoría de la oposición -el llamado G-3, integrado por los partidos Primero Justicia, Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo- de acabar con esa estrategia para emprender otro camino se produce, además, en un contexto geopolítico preciso. Ni el mundo ni América Latina son los mismos que hace cuatro años. La invasión de Vladímir Putin en Ucrania ha tenido efectos insospechados, como un acercamiento entre Washington y Caracas a cuenta de la crisis energética. En la región, empezando por la vecina Colombia, han cambiado los equilibrios políticos. Mientras tanto, la oposición y el chavismo han vuelto a sentarse en México, bajo el auspicio de Noruega, para pactar un proceso electoral con garantías en 2024.

Guaidó durante una reunión virtual con integrantes de la Asamblea Nacional de 2015, este viernes 30 de diciembre.
Guaidó durante una reunión virtual con integrantes de la Asamblea Nacional de 2015, este viernes 30 de diciembre.LEO ALVAREZ (AFP)

En medio quedan varias acciones cuestionadas no solo por su fracaso sino por ser una peligrosa mecha de confrontación civil. Todas buscaban, en última instancia, provocar una rebelión masiva de las fuerzas armadas que nunca se produjo. De la batalla campal que se vivió en Cúcuta, bajo la mirada del mundo, durante el intento de introducir alimentos y ayudas en Venezuela a través de la frontera a la denominada Operación Gedeón, en mayo de 2020, un disparatado desembarco en dos playas próximas a Caracas de exmilitares y contratistas. El complot se fraguó en Colombia, que durante estos años fue, junto con Florida, sede de buena parte de ese “gobierno interno” y ese andamiaje de cargos paralelos y embajadores que hoy se termina.

En Bogotá recalaron decenas de dirigentes opositores, pero pronto a la distancia geográfica se sumó la distancia ideológica o táctica. Las tensiones que han roto el consenso en torno a Guaidó no empezaron ayer. Los cuestionamientos del excandidato presidencial Henrique Capriles se remontan a 2020. Más tarde le abandonó Julio Borges, otro histórico dirigente de Primero Justicia, y lo mismo sucedió con Stalin González, de un Un Nuevo Tiempo, que durante los primeros meses fue su mano derecha en calidad de vicepresidente de la Asamblea. De nada han servido los alegatos de última hora de varias figuras de la academia, juristas y de la sociedad civil. Su liderazgo de la oposición ha estado marcado por acusaciones de corrupción y manejos opacos de los activos en el exterior y el fin de sus atribuciones, por simbólicas que fueran, asestan también un golpe a su formación, Voluntad Popular, y a Leopoldo López.

El diseño de esta etapa responde precisamente a la estrategia del exalcalde de Chacao. Guaidó le dedicó parte de su discurso el día en que se autoproclamó, ese 23 de enero de 2019. “Recuerdo las palabras de mi hermano Leopoldo López, quien hoy se encuentra injustamente preso por levantar su voz contra el régimen”, dijo. Meses después, el 30 de abril, logró su liberación del arresto domiciliario. El político se resguardó en la Embajada de España en Caracas hasta su fuga, en octubre de 2020. Pero esa es otra historia y hoy la oposición venezolana está centrada en unas primarias, previstas para junio de 2023, en las que Guaidó está decidido a participar pese a la pérdida de apoyo popular y al desgaste de unos años muy complejos. Sobre todo, tiene ante sí la urgencia de recuperarse de una fractura sin aparente vuelta atrás.

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