Dedico unos momentos de mis olvidables días a salir a la calle y sentarme en los bancos públicos. Dicen los médicos y los psiquiatras que es fundamental que te dé el aire, aunque esté contaminado, y mover tu cansada anatomía, prescindir durante unas horas de observar los enigmas que habitan en el techo y en las paredes de tu casa. A veces comparto esos bancos con ancianos. Afortunadamente, somos los únicos que no estamos conectados a los móviles y a otros indispensables prodigios tecnológicos. Sentaditos evitamos que la inmensa turba de transeúntes ensimismados con esos aparatos nos atropelle sin pedir disculpas. Un señor muy mayor me comentó un día: “Todo lo que he hecho en mi vida es trabajar y ver la televisión en mis ratos libres”. No sé si su trabajo fue gozoso o sufriente, pero pensar que ya solo dedica su infinito tiempo a ver y oír la tele me provocó un escalofrío. También piedad.
Yo también la enciendo por las mañanas. No por masoquismo sino por obligación, y el resultado es tan fatigoso como aterrador. La mayoría de la gente que conozco me aseguran que, si tienen algún interés en conocer las noticias del mundo, aunque todo Cristo esté lógicamente ensimismado con el “qué hay de lo mío”, lo hacen a través de internet. Por ello, imagino que la inmensa mayoría de los espectadores de televisiones generalistas, pertenecemos a la quinta o sexta edad. ¿Y qué nos venden las teles, además de incesante y odiosa publicidad? Pues horror y morbo disfrazados de información, mal teatro en nombre de su heroica búsqueda de la verdad. Y los feligreses de ese aparato tal vez se sientan seguros en su casa observando el desfile que ocurre fuera de ella. Pasa con el cine de terror. Nos asusta y a muchos espectadores les ofrece placer en la certeza de que lo que ven en la pantalla es ficción, que no lo van a padecer en su realidad.
Me planteo no volver a conectar con el bicho. La televisión me ha permitido desde hace varias décadas escribir de lo que me da la gana. El medio solo era un pretexto y el mensaje me da grima. Puedo seguir opinando superficialmente del estado de las cosas sin necesidad de padecer al monstruo.
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