Andrés Manuel López Obrador se ha convertido en un obstáculo para la verdad y la justicia en el caso Ayotzinapa. Su intromisión en los trabajos de la comisión instalada para reconstruir esa tragedia y en la ejecución de órdenes de aprehensión por parte de la fiscalía minan la promesa presidencial de que este Gobierno sanaría la herida que la anterior Administración infectó. El primer mandatario puede culpar a intereses oscuros de sabotaje, pero es su manipulación lo que, de no corregirse, abonará a la impunidad.
La manipulación del presidente y la de otros. Porque AMLO es solo el más visible de los altos funcionarios que han metido la mano en el caso que investiga la muerte y desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Y es que además del mandatario, es pública una controvertida injerencia de los titulares de la Fiscalía General de la República y de la Secretaría de la Defensa Nacional.
En medio de tan importantes actores se ahogan los esfuerzos de la subsecretaría de Derechos Humanos de Gobernación y los de la fiscalía especial creadas para investigar esta tragedia. Los encargados de esas dependencias deberán rendir cuentas sobre los méritos e insuficiencias de su labor, pero quizá convenga establecer, al atisbar el sombrío escenario de que la noche de Iguala quede impune, y sus víctimas en zozobra, que hubo también un enredo original que terminó por empantanar las cosas. Comencemos por ahí.
Encontrar la verdad y lograr la justicia de una tragedia como la que se vivió por días a partir del 26 de septiembre de 2014 en las inmediaciones de Iguala, Guerrero, supone emprender caminos en los que la primera y la segunda no necesariamente irán en sincronía total: las labores para reconstruir la verdad de los hechos pueden aportar pistas y elementos que, en el mejor de los casos, llegarán a ser judicializables; pero no siempre ocurrirá de esa forma.
Así que en la ruta para conocer lo que ocurrió con los estudiantes normalistas, y establecer quiénes fueron los perpetradores de su secuestro y homicidio, incluida la desaparición de sus restos, así como la identificación de otros personajes que habrían estado coludidos en los hechos o en el encubrimiento de los mismos, la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del caso Ayotzinapa, presidida por el subsecretario Alejandro Encinas, pudo y debió concretar la relatoría más acabada sobre tan atroz crimen.
Ese reporte tendría valor histórico y reparatorio, esto último en tanto que podría —por fin, y con la mayor exhaustividad y exactitud posibles— decir qué fue de los muchachos. En paralelo, aprovechando hallazgos de la Comisión de Ayotzinapa, la fiscalía especial —cuyo nombre correcto es Unidad Especializada en Investigación y Litigación del Caso Ayotzinapa (UEILCA)— tiene el mandato de investigar y judicializar cuanto le sea posible para que en los tribunales se sancione a los criminales, a sus cómplices y encubridores.
El riesgo, por supuesto, es que si la relatoría y el proceso judicial llegasen a tener alcances distintos, habrá familias que se sientan defraudadas porque no se obtiene toda la justicia de los crímenes vislumbrados en un informe, sino solo la que es posible establecer en términos ministeriales: la reconstrucción documental aportaría verdad, la fiscalía tendría que desmontar la impunidad. Acciones que no necesariamente serán calcas una de otra.
Máxime si a las instancias, cargadas con tan complejas tareas, se les somete a plazos que tienen nada o poco qué ver con la dificultad para desenterrar y restablecer hechos, y evidencias, que durante años fueron manejados indolente o criminalmente por anteriores autoridades de todo nivel. Y, por supuesto, si hoy prevalecen intereses, como los de las Fuerzas Armadas, que resisten —y así ha sido denunciado— la total cooperación.
Y es precisamente en ese punto donde el pecado original fue llevado al peor de los mundos. Comisión y fiscalía especial tuvieron que responder, semanas atrás, a la demanda del presidente López Obrador para dar a conocer ya el reporte de Encinas y simultáneamente ejecutar procesos judiciales.
Al fijarles esos plazos, AMLO pudo haber provocado la falta de rigor que ahora se le reclama a Encinas, que ya ha reconocido que incluyó en su informe materiales no verificados. Y más grave aún, favoreció la usurpación de la que fue objeto la fiscalía especial, donde Omar Gómez Trejo renunció luego de que le conculcaran sus atribuciones, apresurando (o habría que decir montando) el caso en contra del exprocurador Jesús Murillo Karam, y desactivando una veintena de acusaciones contra militares.
De remate, López Obrador ha confesado que él mueve los hilos al declarar, no una sino varias veces, que las carpetas contra militares que originalmente fueron presentadas ante un juez y luego, sin autorización de Gómez Trejo, retiradas por la propia fiscalía, se cancelaron porque son acusaciones que no empatan con lo que dice el informe de Encinas, que para colmo dice cosas —hoy sabemos por el reportaje de The New York Times— que el propio subsecretario reconoce que no fueron debidamente verificadas.
Tras la salida de Gómez Trejo, a quien lejos de agradecer tratan como sospechoso de quién sabe qué irregularidades y prácticamente le han forzado a esconderse —apenas hace un par de días salió en Estados Unidos de su mutismo—, Andrés Manuel confirmó que quiere tripular la indagatoria: ha designado en lugar del abogado que contaba con la confianza de las familias de los 43 a un tabasqueño (uno más), que salvo el paisanaje carece de credenciales que ayuden a abrigar esperanzas de pericia ministerial.
Hace un mes, en ocasión del octavo aniversario de la matanza estudiantil, las marchas y los reclamos públicos tuvieron un nuevo momento de crispación. Si bien la conmemoración se dio en el marco de la revelación del contenido de chats donde con crudeza se narraba, supuestamente, la forma en que fueron desaparecidos, asesinados y ocultados los normalistas, también hay que apuntar que el gobierno fue el que agitó las aguas al lanzar un informe que no supo socializar con la opinión pública, ni con el Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI).
El GIEI saldría días después a cuestionar algo del contenido reportado por Encinas, pero fundamentalmente ese colectivo, que lleva años marcando la pauta en esta tragedia, enfocó sus críticas a la tarea de denunciar que a pesar de las instrucciones del presidente López Obrador, el Ejército no coopera plenamente en el esclarecimiento del caso.
Eso ocurrió hace justo cuatro semanas. En ese lapso, lejos de amainar la tormenta que hace dudar sobre si se logrará verdad y justicia para los estudiantes de Ayotzinapa, los grises nubarrones se acumulan.
Encinas terminó enredado con su propia lengua, y no solo por el reportaje del Times. Una acusación tan grave como la que formuló meses atrás, cuando dijo que un mando del Ejército retuvo por días a seis de los muchachos, ha quedado en el aire sin que de tal aseveración se hayan desprendido ni más detalles sobre el paradero de esos jóvenes, o sobre cómo pudo ocurrir y quién consecuentó esa presunta actividad criminal.
En otras palabras: el subsecretario Encinas tiene que lidiar con la impaciencia e intromisión de su jefe, con un escenario mediático donde la llamada “verdad histórica” tiene defensores —es así por increíble que parezca, dado que si algo es claro al respecto de la misma es que es producto, al menos en parte, de actos de tortura, además de ministerialmente desaseada—, y con la defensa de un informe que hoy no sabemos en qué medida es fiable.
De la Fiscalía General de la República, en cambio, es fácil anticipar su proceder: tanto el máximo encargado de ese despacho como el recién nombrado fiscal especial tendrán su interlocución principal, que nadie se confunda, con Palacio Nacional, y no con las familias de Ayotzinapa (y tampoco con Encinas).
Actores como el GIEI —que en cuestión de horas y de nueva cuenta dará otro reporte— e incluso el Centro Prodh, que por años ha acompañado a los padres de los normalistas, serán tolerados por un presidente que calcula que eventuales cuestionamientos de esos organismos no interfieren con su machacona insistencia en las mañaneras, donde se reedita el manual de propaganda que culpa a intereses espurios de tratar de desbarrancar los esfuerzos que nadie antes emprendió para aclarar y castigar lo ocurrido en Iguala.
Sin duda hubo buenas intenciones de AMLO y su equipo hace cuatro años, cuando luego de la campaña electoral concretaron una comisión de la verdad y una fiscalía especial. Pero transcurrido el tiempo se esperan resultados, no retórica. Verdad sustentada en documentos, indicios y narrativa incontestables. Y justicia producto de acusaciones sólidas e imparciales: que no sean administradas a contentillo de las Fuerzas Armadas o de otros factores de poder.
Qué paradoja si la verdad y la justicia para Ayotzinapa se quedan, a dos años de que concluya el sexenio de López Obrador, enfangadas.
Él, que se comprometió con las familias y con la sociedad. Él, que puso recursos y tiempo en esa causa. Él, que quiso cerrarla para que se viera que cumplía su compromiso, puede quedar en el mismo lugar que Enrique Peña Nieto: con un informe que no resiste cuestionamientos elementales y con unos expedientes dosificados porque la voluntad presidencial —también la de este tabasqueño— se topa con una muralla militar.
Él, como EPN, recibiendo reclamos de las familias y la sociedad que no atestiguan que de veras aplicará la ley caiga quien caiga.
Pero nadie —y menos que nadie el presidente— podrá decir que él fue ajeno a tan funesto resultado.
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