“Quien no baila está fuera de la realidad”, decía Nietzsche. En otra de sus célebres frases, confesaba que “solo creería en un dios que supiera bailar”. Y decía, también, que un día sin bailar, al menos una sola vez, es un día perdido. Y si lo decía el filósofo y pensador que probablemente haya tenido mayor impacto en el pensamiento del siglo XX, no hay que tomarse el asunto a la ligera. Esta celebración del baile por parte del padre del nihilismo sorprende, descoloca y lo conecta directamente con otra gran figura del pensamiento antiguo, Sócrates, al que imaginamos más bien dialogando en plazas que echándose bailes. Si bien, no perdió ocasión para glosar las bondades de este ejercicio para la mente y el cuerpo, situando al baile como una de las actividades más armónicas que puede realizar el ciudadano. Incluso más que el deporte o la lucha. Para ambos, el baile nos proporciona felicidad. El ateniense, que se involucró en los asuntos de baile cuando ya era un anciano, equiparaba la música y el baile como artes que aglutinan fuerza y belleza, atributos esenciales de la felicidad. Para Nietzsche, esta se encuentra a través del baile individual, en el libre albedrío que hay implícito cuando lo hacemos solos y libremente; conectando así con el ritmo natural de la vida. Mens sana in corpore sano. Y esta expresión del libre albedrío del cuerpo, sujeto a nuestros instintos y pasiones más primitivas, forma parte de un flujo constante y ancestral del baile que sigue manando a través de las culturas y las sociedades.
Ya en el siglo XXI nos habla de todo ello, y desde su experiencia como científica y como bailarina aficionada, la doctora en neurobiología Lucy Vincent en su libro ¡Haz bailar a tu cerebro! Los beneficios físicos, emocionales y cognitivos del baile (Gedisa, 2020). Brillante ensayo donde recoge estudios y reflexiones tras empezar a bailar “hace algunos años” y “constatar cambios fundamentales tanto en mi cuerpo como en mi cerebro”. Según sus estudios, Vincent nos revela que el baile crea materia cerebral, ejercita nuestra memoria y libera endorfinas y oxitocina, de ahí su extraordinario poder euforizante y antidepresivo. Sí, bailar nos hace más felices.
Y en este ejercicio de libre albedrío, individualidad y felicidad por el baile, subyace una pulsión natural de disidencia y subversión. Puede que, por momentos, hasta incontrolable. Una rebelión contra el sistema y el control, desde el ejercicio placentero del baile, que en los años sesenta se uniría a la revolución sexual, aquella que los hippies practicarían, tal como me dijo una vez don Antonio Escohotado, “de cama en cama”.
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Uno de esos primeros bailes públicos individuales y modernos que se conocen —ajenos al vals y otros bailes cortesanos de pareja—, el cakewalk, surgió de esa pulsión rebelde, cuando los esclavos de las plantaciones de algodón del sur de EE UU se mofaban de sus amos en un grotesco baile individual, levantando exageradamente codos y rodillas, al son de las gigas.
Unas décadas después, cuando la juventud se empezó a definir por sus propios códigos, gustos y hábitos, cuando se configuró como nueva clase —a principios del siglo XX—, el baile se situó como espacio natural de escape al control parental, al sistema y al orden social. Y en los locos años veinte, los de El gran Gatsby, el jazz y el Cotton Club, la juventud bailaba desenfrenadamente el charlestón, mientras empinaba el codo incumpliendo alegremente la Ley Volstead, conocida como ley seca.
Pero sería en plena dominación mundial nazi cuando el baile aparecería por primera vez como elemento de disidencia y subversión, cuando los swingjugend (jóvenes del swing) desafiarían al partido incumpliendo, primero, la ley que les obligaba a afiliarse a las Juventudes Hitlerianas y, después, la orden que prohibía bailar y reproducir música swing. Mientras tanto, el aparato mediático nazi hacía su siniestro trabajo, y en el titular de una noticia de un periódico de Stettin se podía leer: “El swing y la música de negros debe desaparecer”.
La pista de baile como espacio final de expresión y disfrute de libertad frente a la opresión, la segregación, el control y el horror, ha estado siempre ahí. Cuando, la noche del 21 de junio de 1969, el cuerpo de policía de Nueva York irrumpió en el Stonewall Inn —el popular bar gay del Greenwich Village— para hacer una redada y pasar, como quien dice, un día más en la oficina, no imaginaba, ni por asomo, la que se le venía encima. Los parroquianos se encontraban en ese momento llorando la muerte de su adorada Judy Garland, cuando los agentes entraron para desplegar su operativo. Aquello sería el detonante de lo que luego se conoció como la revuelta de Stonewall, cuando la comunidad gay y trans tomó las calles de la ciudad para luchar por sus derechos; la misma que había tomado las pistas de baile de la escena underground de clubes, antesala de lo que pronto se conocería como disco.
Aquel 1969 señalaría el final de una feliz década, la de los años sesenta, marcada por la paz y la prosperidad económica. El sueño hippy se desvanecía en un concierto gratuito de los Rolling Stones en Altamont, con la trágica muerte de un joven afroamericano a manos del cuerpo de seguridad del concierto, formado por los Hell’s Angels. La agónica guerra de Vietnam se recrudecía, llegando a su fin en 1973 con la retirada de las tropas americanas, abriendo una traumática herida que ya no dejaría de supurar. Mientras tanto, en el clubbing de Nueva York se estaba cociendo, a fuego lento, toda una revolución cultural y sexual. En clubes gay como el Continental Baths y otros como Salvation Too o Gallery surgía la escena disco, con la música de baile como banda sonora de aquel ambiente de disidencia y tolerancia que sacudía conciencias y traseros.
La última gran subversión, por el momento, la presenciamos a finales de la década de los años ochenta y principios de los noventa en Reino Unido, cuando surgió el acid house y la cultura rave, con sus fiestas ilegales en hangares y en zonas rurales de la campiña inglesa. Un movimiento que fue perseguido y aplastado por Margareth Thatcher y su implacable brazo policial. Sin embargo, su mensaje de libertad, tolerancia e igualdad sexual ha quedado como legado de una cultura de club de la que hoy gozamos todos. ¡Dance usted!
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