Basta de coulant y tarta de queso: 15 postres y dulces sobrevalorados

A nadie le amarga un dulce. O sí. Sobre todo cuando son esos postres omnipresentes cuyas recetas originales se han desvirtuado tanto que, como las bandas tributo, no son los que eran. Esos que aparecen en multitud de cartas de restaurantes y confiterías en versiones baratas, heterodoxas y, por lo general, mucho más empalagosas de lo que deberían. Bocados capaces de acabar con una asociación regional de diabéticos que en un 98,4% no dan lo que prometen. Porque sí, queridos comidisters: hay pasteles sobrevalorados.

Quede claro que aquí no vamos en contra de nada ni nadie, pero nos encantan la polémica y el cachondeo. Por estas dos razones hemos decidido hablar con expertos del mundo repostero para que nos cuenten con qué dulces creen que habría que echar el freno de una vez. Esto no quiere decir que tengan un sabor terrible, todo lo contrario: si se elaboran como es debido pueden estar muy ricos. Nos referimos a esos que, de tan extendidos, se han convertido al final en una especie de Ecce Homo de Borja.

He aquí nuestra lista -pataleta- de postres que están -por desgracia- en más sitios que el Espíritu Santo:

Panna cotta

“Literalmente significa ‘nata cocida’, y es una especie de flan a la italiana de origen incierto. ¿En qué se diferencia del que tomamos aquí? En que lleva mucha nata y no se cuaja con huevo y mucho mimo en el horno, sino con una burda gelatina”, comienza su denuncia pública Mikel López Iturriaga. “No tiene ni el sabor del flan ni la gracia de su textura. Es como un flan soso infantil, más cuajado y pastoso”, dice Mikel con la tensión en 21/10. Y no acaba ahí el ayatolá comidista: “Que no se me pongan flamencos los tifosi de la tradición italiana: la panna cotta tufa a comida viejuna de los años sesenta, que es cuando apareció la primera receta escrita”. Menos mal que no está empadronado en Turín.

Torrija

El periodista gastronómico David Remartínez se juega la vida al atreverse a criticar el dulce más típico de estas fechas: la torrija. “Ya está bien, en serio. No se puede cobrar ocho euros por un trozo de pan brioche de supermercado mojado en leche con helado de vainilla del Mercadona”, dice David. Para el autor del libro La puta gastronomía, los postres suelen bajar el nivel de los platos salados en los restaurantes, “porque requieren profesionales con formación dulce que no todos los empresarios pueden pagar”. Ejemplo de ello, según Remartínez, es este bocado clásico de Cuaresma: “La torrija se está convirtiendo en el escandallo del diablo”. Menos mal que no está empadronado en Sevilla.

Red velvet

“No hay tarta con más colorante que esta, y eso que su uso se podría entender -aunque no lo comparta- en postres como los macarons, donde el color indica el sabor de la ganache interior”, explica la repostera Sofía Janer, que sigue: “Pero, ¿a qué cosa roja sabe el red velvet? ¿Fresa? ¿Frambuesa? ¿Remolacha? Oh, sorpresa: a ninguna de estas, solo es un bizcocho que sabe a esencia chunga de vainilla”. A la propietaria de La Dramerie ya le parece demencial este aspecto, aunque hay algo aún peor para ella: “Encima lleva un frosting -por lo general, infame- hecho a base de azúcar glas, mantequilla y queso crema. Ingredientes que, combinados entre sí de forma desmesurada, solo aportan un extra de dulzor y grasa absolutamente innecesario y empalagoso”.

Coulant de chocolate

“Hubo un momento en el que estaba por todas partes y sigue estándolo porque la idea de un bizcocho con interior fundente es muy atractiva, ¿a quién no le va a gustar?”, comenta Patricia Tablado, encargada de las redes comidistas, en una clara comparación de este dulce con los baptisterios romanos paleocristianos del siglo primero. Y aunque muy apetecibles a priori -los coulants, no los baptisterios, que también-, la realidad es bien diferente: “En la mayoría de los casos está medio frío por el centro y nunca tan rico como promete”.

Opina igual el pastelero Jon García: “El peor siempre suele ser el coulant de chocolate. Y no por el postre en sí -porque si está bien hecho es una pasada-, sino porque en el 95% de los sitios no es un coulant: es un bizcocho poco hecho”. El dueño de Jon Cake -un local de tartas de queso situado en Barcelona- asegura que se ha encontrado de todo en esta categoría, “desde harinas crudas a interiores ultralíquidos o piedras imposibles de masticar”. Un despropósito desparramante, vaya.

Tarta de queso

Desde no sé qué año este postre parece que viene con las licencias de apertura, como si el gobierno hubiera publicado un Real Decreto según el cual ningún restaurante puede abrir si no aparece en la carta. Una buena medida en caso de que se preparase como es debido, algo que no ocurre: en su mayoría consiste en queso crema chungo con nata y azúcar a cascoporro. El panorama nacional, lo conocéis de sobra: textura tiesa, baños en litros de jalea industrial, bases de galletas del Pryca y un sabor más empalagoso que el almacén de Mr Wonderful. Y lo que es peor: una porción suele costar lo mismo que llenar el tanque de diésel. No estoy solo en esto: “Muchas tartas de queso con mermelada de bote no valen los ocho euros que te cobran”, sentencia mi compañero David Remartínez.

Carrot cake (tarta de zanahoria)

“¿Qué es eso de llamarle carrot a un pastel que por mucha zanahoria que le pongas no sabe a zanahoria?”, se pregunta Miquel Guarro, jefe de repostería de la Escuela Hofmann de Barcelona. A veces, las que menos, se alinean Saturno con Urano y Capricornio en ascenso directo “y consigues encontrar un buen bizcocho con la mezcla justa y graciosa de especias”. Pero no hay que confiarse, porque todo se va al traste “cuando ves que le han puesto una capa de frosting, una pasta blanca hecha a base de azúcar, que es el sinónimo de principio de diabetes y obstrucción coronaria”.

Mochi

“Se han puesto de moda -las versiones rellenas de mousse, helado o similares, porque seamos realistas: el de azuki no se lo come ni Perry- y ya te los encuentras casi en el menú del cole”, comenta Mònica Escudero. Según la editora jefa comidister,los artesanos son caros porque hacerlos tiene su proceso, y las versiones industriales que venden en muchos sitios “son infumables porque la masa de arroz glutinoso que los cubre suele ser bastante más gruesa que en los artesanos”. “Vamos, que empiezan a ser como los baos del dulce: la idea y el producto original son buenos; lo que te venden en su lugar, no tanto”, afirma Mònica, que prefiere dejar el tema de la calidad de los rellenos para otro día.

Tarta de galletas de la abuela

Patricia Tablado vierte su segunda crítica contra algo tan difuso como la tarta de la abuela: “La mayoría de veces es un pudin, no entiendo por qué se ha puesto de moda en todas partes”. “Te hacen promesas de galletas cuadradas y flan que sabe a infancia y en el mejor de los casos te dan un engrudo, y en el peor, unas galletas fosilizadas y securrias”, detalla la responsable de las redes comidísticas, que lanza la pregunta que todos nos hemos hecho al ver este postre: “¿Qué abuela hacía esto? La mía hacía roscas fritas”.

Roscón de reyes

“Sé que meteré en un jardín, pero es que en este mundo parece que si tocas la tradición eres Satanás y no es así”, dice Sofía Janer mientras se mete en el coto de Doñana. “Si visitamos los recetarios antiguos de pastelería, nos encontraremos con un abuso del azúcar y las grasas aberrantes. Quizá en esa época no habían estudiado la naturaleza de los ingredientes, ni se preguntaban cómo conseguir un bizcocho jugoso jugando con la temperatura del horno”. Un ejemplo de ello, según Sofía -me dijo ella a mí, las palabras son de ellas, creedme-, es el roscón de reyes, “un bollo sequísimo, superdulce y decorado con una fruta confitada de un color radioactivo preocupante”. Y concluye: “En la mayoría de las casas se come porque se tiene que comer. Y que a ningún familiar se le ocurra decir que no le gusta o ‘por qué no probamos el de otra pastelería’”.

Lemon pie

“Como cliente, me gustaría que los restaurantes que, por tiempo, presupuesto o pericia, no pueden elaborar buenos postres propios, acordes a sus platos salados, los encargasen a pasteleros o pastelerías externos, explicando al comensal quién los ha elaborado”, declara David Remartínez, que afirma que así mejoraría el menú, colaborarían con otras empresas o autónomos, “y el final de la comida sería más agradable para todos”. Una vez concluida esta reflexión, advierte: “Si me ponen otra galleta dura con un merengue duro y una gelatina de limón, juro que lo lanzo por la ventana”.

Arroz con leche

Me declaro simpatizante del arroz con leche bien hecho, cremoso, con el punto justo de dulce y un cierto toque de canela y cítricos. Pero, ay, ese manjar solo se da en el 2% de los casos, el restante 98% se divide entre dos escuelas que odio: la del emplastado, que en vez de lácteos parece que lleva Pegoland, esa versión que debes comer con tenedor y cincel; y la líquida, pura sopa, en la que los granos nadan como si se tratase de una piscina pública en agosto. Ambas, eso sí, tienen un elemento común: una cantidad de azúcar que no eres capaz de quemar ni haciendo tres ironmans seguidas. Basta ya, por favor.

Cookies de estilo americano

Estas galletas típicas estadounidenses nacidas en los años treinta son una creación de la cocinera Ruth Wakefield, quien vendió la patente a Nestlé por un dólar. “Vaya pringada”, puede pensar alguien. Error: a cambio el nombre de su restaurante y su careto salían en todos los paquetes de pepitas de chocolate de Nestlé junto a la receta. Tanto la mujer como estos dulces se hicieron muy famosos con el tiempo, aunque un siglo después a Mikel López Iturriaga no le convencen. “Se hacen con mantequilla, pepitas de chocolate y varias toneladas de azúcar, y con todos mis respetos por esta señora, para mí son demasiado dulces”, asevera el contradictorio líder de la facción comidista meses después de dedicarles un vídeo. “Las galletas de mantequilla francesas o danesas les dan mil vueltas”.

Macaron

“Qué bonito queda un escaparate lleno de macarons coloridos con tonalidades radioactivas, ¿verdad? Sobre todo de esos de azul pitufo, que suelen estar rellenos de un azul más preocupante todavía”, comenta con un poco de ironía, nada, casi imperceptible, el repostero Miquel Guarro. “Ese mordisco que nos debería transportar a los Campos Elíseos, al abrir los ojos solo nos deja en una ciénaga de azúcar”, dice Guarro, que remata: “Y no hablemos del relleno, que es más difícil encontrar uno cremoso y con sabor que un restaurante sin tartar de atún en la carta”.

Bizcocho de chocolate

Después de su furibundo ataque a los coulant, el pastelero Jon García se centra en otro postre que comparte ingrediente principal: el bizcocho de chocolate. “Me parece un abuso cuanto pides un postre después de haber comido en un restaurante de manera copiosa y te encuentras ese bizcocho apelmazado, que no puedes tomar ni con un vaso de leche al lado”, afirma Jon algo engollipado. “Al final siempre lo acabas dejando porque es solo chocolate durísimo”, declara este repostero con más tristeza que Marco el Día de la Madre.

Helados

“Si algo me gusta y me ha dado bastantes disgustos al pedirlo como postre en un restaurante son los helados”, reconoce Mònica Escudero. “Si no dicen en la carta quién se los vende, huye como si te persiguiera Pablo Motos para pedirte una cita: la probabilidad de que te vayan a servir una porquería industrial -y no precisamente barata- es tremendamente alta”, recomienda esta comidister mientras degusta un Mikolápiz. Escudero cuenta que ha probado “mandarina sabor Redoxon, alguna nata con más azúcar que lácteo y helados de café que harían llorar a Juan Valdez”, así que, cuando quiere uno de calidad después de comer, se acerca a la heladería artesana más cercana.

¿Y tú, a qué postre o dulce crees que le vendría bien un descansito? Déjanos tu pataleta en el bloque de comentarios o en nuestras redes sociales con el hashtag #PostresSobrevalorados

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