Había que tener el tamaño espiritual de Joseph Ratzinger para albergar —como se ha dicho— una inteligencia de dimensión agustiniana y a la vez presentarse ante la cristiandad como “un humilde trabajador en la viña del Señor” o terminar su autobiografía asimilándose a un burro de carga. Defensor de la dignidad intelectual de la Iglesia en el mundo contemporáneo, a Benedicto XVI se le ha considerado epígono de ese genio germánico que alumbró a Kant o a Lessing, pero quizá resulte más ajustado preguntarse si en su obra y su vida no se reproduce algo de mayor hondura: aquel encuentro de sensibilidades entre el mundo italiano y el teutón que nos iba a dar a Durero y a Mozart, tantas arquitecturas dieciochescas y barrocas o, más cerca de lo suyo, el vuelo de la teología de Guardini. Otra mezcla propia de Benedicto sería la de alta academia alemana con piedad popular bávara: si con una llegó a ser eminencia gris en un concilio, con la otra lograba mover los corazones en un sermoncillo de Navidad.
De cara a la historia, en todo caso, la complementariedad más determinante sería la de Juan Pablo II, el papa poeta, y la de Benedicto XVI, el papa filósofo. En su confluencia había un fundamento antiguo: ambos habían visto, en su infancia, arrancar las cruces a manos de regímenes ateos. Esas son lecciones de un polaco y un alemán para que Europa no dé la espalda a su memoria. Luego, ya se sabe que Wojtyla encantaba al mundo aunque el mundo —como escribe Ross Douthat— pocas veces estuviera de acuerdo con él. En cuanto a la adaptación de Ratzinger a esos mismos usos contemporáneos, baste decir no ya que dimitió en latín, sino que lo hizo en latín por una razón que hubiese apabullado al propio Dante: dominarlo mejor que el italiano. También amaba la música, los libros y un cierto dandismo litúrgico, en todo lo que va de los sombreros raros al esplendor del rito como trasunto de un orden cosmológico. Antes de ser elegido sumo pontífice, Ratzinger, un temperamento mucho más familiarizado con los enquiridiones que con los tuits, había pedido ser bibliotecario de la Santa Sede: donde Juan Pablo II se imponía como un huracán, Benedicto tenía que insinuarse como una pieza de piano. Como sea, el joven seminarista que creyó oír el canto gozoso de un pájaro en el momento de su ordenación, también iba a guardar los códigos de la ortodoxia como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y el cura anciano, a cuyas faldas se enroscaban los gatos de Roma, iba a ser conocido como Panzerkardinal. Porque pasaría por seráfico, pero Benedicto tenía acero. Es llamativo: más allá de una cultura y sensibilidad indudables, si algo emanan los textos de Raztinger es la honestidad de la apertura, una valerosa disposición hacia la verdad. Y quizá ese cuajo fue el camino a la grandeza de alguien que nunca temió llevar la contraria al mundo.
A buen seguro, eso es lo propio en un hombre de fe, y Ratzinger iba a dar muestras de su temple antes y después de convertirse en Benedicto. Lo hizo en su juventud, cuando esperaba el veredicto de unas investigaciones teológicas que sus superiores a punto estuvieron de tener por demasiado creativas. Lo hizo en sus décadas como profesor en uno de los ambientes más hostiles y competitivos de la tierra: la Universidad alemana, copa de los campeones de la inteligencia desde los tiempos de Lichtenberg. Ya como prefecto vaticano también tendría que mostrar autoridad ante los frutos díscolos del concilio: esa paella mixta de cristianismo y marxismo llamada teología de la liberación, por un lado, y, por otro, el búnker de la reacción de los lefebvrianos. Ahí, el profesor de cuello vuelto progre terminaría por ser el papa afecto al cappello romano, y la teología avanzada de tiempos conciliares daría en su propia síntesis superadora de inmovilismo y ruptura: lo que llamó la “hermenéutica de la continuidad”.
Ni siquiera esta inteligencia dinámica, capaz de conciliar y enriquecer el depósito de la fe con el lenguaje nuevo del Vaticano II, iba a ser suficiente, sin embargo, para desarmar las guerras culturales en el seno del catolicismo. “Mis libros”, escribía ya de emérito, “se ocultaron en los seminarios como si fueran malas lecturas”. De crisis teológica a crisis moral, Benedicto XVI también mostraría convicción ante la pederastia cuando la estrategia era aguarla: mientras Maciel era recibido en el Vaticano, él tuvo los arrestos —la lucidez— de empezar a investigarlo. En uno de sus últimos escritos, una meditación sobre los abusos en forma de carta, achacó buena parte de la culpa al ambiente de tolerancia hipergarantista que se enseñoreó de los seminarios tras el concilio. Es indicativo de las zozobras de la Iglesia que este horror de los abusos —como mostró el Yo acuso de monseñor Viganò— viniera a reforzar la guerra cultural del catolicismo posconciliar. Diplomacias clericales: tal vez uno y otro hayan sido cabezas de cartel en las facciones de las culture wars intracatólicas, pero llama la atención la cortesía y afecto en que se han tenido Francisco y Benedicto en estos años. Quizá es que en esas guerras culturales los integristas no son tan integristas y los progres no son tan progres. Como sea, si hubo algo benedictino fue esa sutileza: ser menos amado que Juan Pablo II pero romper marcas en audiencias y libros vendidos, ser considerado oscurantista y abrir los archivos secretos vaticanos, ser visto como retrógrado y a la vez conversar con Küng o mantener un diálogo público con Habermas. A veces se le volvería en contra: su cita en Ratisbona a propósito de un oscuro emperador bizantino se convirtió en una galerna de fake news que aún debiera avergonzar a cierta prensa. Y a otras sutilezas nunca se nos permitió la entrada: qué moción interior seguiría, qué vería en su meditación para —con todos sus riesgos, con todas sus críticas— abdicar del papado.
Joven teólogo, Benedicto XVI esperó un renacer del espíritu en la Europa de posguerra que —según admitiría más tarde— nunca iba a llegar. Puertas adentro del catolicismo, es común admitir que los tiempos de la Iglesia no son los tiempos de los hombres, y que las corrientes puestas en marcha por un concilio sedimentan conforme a ese largo plazo. Aun así, parecen ser menos momentos de gaudium et spes que de un cristianismo en bajamar demográfica y de una Iglesia —escándalos mediante— tocada como nunca en su credibilidad como maestra de moral. En una edad que ha perdido el oído para lo divino, el catolicismo —así insistió Benedicto en su prédica— vuelve al grano de mostaza, al resto de Israel. Ratzinger supo ver que la cruz de esta generación es el desaliento, y al mismo tiempo sabía de la fe como “el tacto de Dios en la noche del mundo”. Quizá por eso dijo de sí mismo que no era un hombre optimista, sino un hombre esperanzado. Algo del genio del cristianismo está en esa belleza y esa hondura.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites