La dedicación de Joseph Ratzinger a la teología ha sido discontinua; como él mismo reconoce en su autobiografía Mi vida, se ha caracterizado no tanto por la evolución, sino por la involución y se ha desarrollado dentro de la más pura ortodoxia. Inició la docencia teológica muy joven en diálogo con los climas culturales y filosóficos de la modernidad y con los teólogos protestantes de su época. Participó como perito en el Concilio Vaticano II de 1962 a 1965 junto con algunos de los más importantes teólogos del momento, entre ellos su colega Hans Küng. Contribuyó con ellos a la elaboración de los documentos conciliares que abrieron el camino de la reforma de la Iglesia, del diálogo con las religiones y con el mundo moderno y de la ubicación de la Iglesia en la sociedad.
Dos son sus obras que reflejan el clima reformador de la Iglesia y de la teología: Introducción al cristianismo y El nuevo pueblo de Dios, donde critica la “teología de encíclicas”, que reduce la teología “a ser registro y sistematización de las manifestaciones del magisterio”, rechaza el centralismo pontificio y defiende la falibilidad teórica del papa.
Pronto inició el camino hacia un pensamiento teológico conservador que le llevó a distanciarse de sus colegas conciliares y a vincularse con teólogos y colectivos cristianos de tendencia neoconservadora. Esta tendencia se reforzó cuando accedió a la cúpula del poder doctrinal como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) y al papado.
Tres son los textos que demuestran su deriva involucionista. El primero es la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, de 1984, de la CDF durante su presidencia. En él se acusa a esta corriente teológica nacida en América Latina de “grave desviación de la fe cristiana” por reducirla a un humanismo terrestre, emplear acríticamente el método marxista de análisis de la realidad, ofrecer una interpretación racionalista de la Biblia e identificar la categoría bíblica de “pobre” con la categoría marxista de “proletariado”. Esto se tradujo en procesos, sanciones y condenas de obras de algunos de los principales teólogos de la liberación.
El segundo ejemplo es la obra Informe sobre la fe, donde critica el grave deterioro del cristianismo tras el Concilio Vaticano II y propone un proyecto de restauración de la Iglesia en plena sintonía con el papa Juan Pablo II, a quien acompañó a lo largo de todo su pontificado y de quien se convirtió en el principal ideólogo.
El tercer texto es la declaración Dominus Iesus, de 2000, también de autoría de la CDF, en la que identifica la Iglesia católica con la Iglesia de Cristo, con una clara exclusión de las otras iglesias cristianas, y califica el pluralismo religioso de relativismo. La condena en este caso fue contra la teología del diálogo interreligioso y recayó en los teólogos que la estaban cultivando.
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Como balance final, me parece positiva la contribución de Ratzinger en el Concilio Vaticano II al paso del anatema al diálogo filosófico y cultural, pero le considero corresponsable del cambio de paradigma producido durante el pontificado de Juan Pablo II y el suyo del diálogo al anatema de las nuevas corrientes teológicas. Le reconozco el mérito de haber mantenido lúcidos diálogos con pensadores no creyentes como Jürgen Habermas, Paolo Flores d’Arcais y Piergiorgio Odifreddi, desde posiciones diferentes e incluso contrapuestas, pero le critico por no haber respetado el pluralismo ideológico al interior de la Iglesia y no haber sido capaz de tender puentes de comunicación con sus colegas que disentían de su interpretación en algunos de los grandes temas del cristianismo.
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