Muchos de los bolsonaristas que participaron en la marcha que derivó en el asalto golpista de hace una semana regresaron a partir del martes a sus hogares. La mayoría no era de Brasilia, llegó a la capital expresamente desde todos los rincones del país. De entre los más de 1.500 detenidos, 684 ya fueron puestos en libertad, según las informaciones más recientes de la Policía Federal. Las personas mayores, con problemas de salud y mujeres con hijos pequeños tuvieron prioridad “por cuestiones humanitarias”, según la Policía Federal.
La mayoría de los liberados con cargos acaba en la estación de autobuses de Brasilia, a la espera de que llegue la hora para volver a casa. Rodeados de los bultos con los que acampaban frente al cuartel general del Ejército, los bolsonaristas se apiñan en grupos cerca de los enchufes para poder cargar sus móviles (su arma más preciada, donde intercambian noticias falsas y teorías de la conspiración) para pasar el rato.
En las conversaciones hay resignación y decepción con los militares por haberles “entregado” a la policía. Pero ni un ápice de arrepentimiento. La mayoría dice no haber invadido ningún edificio y no están de acuerdo con el vandalismo, pero sus ideas golpistas siguen intactas. Conversar con la prensa, como siempre, es problemático. Algunos que tras pensárselo bastante sí optan por hablar son interrumpidos por el mandamás de turno que ordena silencio. Estos son algunos de sus testimonios:
Laércia Vieira da Silva, jubilada de São Pedro da Aldeia, Río de Janeiro. 71 años.
Al contrario que muchos de sus colegas, que llegaron en grandes grupos, Silva, una de las mayores de los que esperaban el martes en la estación, llegó a Brasilia sola desde São Pedro da Aldeia, en Río de Janeiro, donde llevaba semanas participando en la acampada golpista. Llegó a la capital sin nada para acampar. La primera noche durmió en el suelo, a la intemperie. El sábado 7 de enero notó que empezó a llegar mucha gente al campamento, se preparaba el asalto del domingo. El día D ella estaba en la rampa que sube hasta el tejado del Congreso Nacional, junto a otros miles que rompieron el cordón policial. “Pensaba que no nos iba a pasar nada porque era una manifestación pasiva (sic), pero nos trataron como animales. Nos tiraron gases lacrimógenos, pasaban helicópteros muy bajos tirando bombas (antidisturbios) encima nuestro. Me sentí como un buey, nos fueron empujando hacia la estación de autobuses, para acorralarnos. Me escondí dentro del metro y vi a una mujer con niños y me fui con ella para hacerme pasar por abuela de los niños. Entramos a través de un vidrio roto y nos refugiamos allí”. Al final, cuando volvía al campamento después de un día de emociones fuertes, se encontró con decenas de policías que le dieron una hora para recoger sus cosas. Acto seguido, fue detenida y colocada en un autobús junto a sus nuevos amigos.
Messias da Conceição. de Feira de Santana, Bahía. 43 años.
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Trabaja en un taller mecánico puliendo coches. Dice que todo empezó porque había “personas del Partido de los Trabajadores (PT) infiltradas”, una idea falsa que los bolsonaristas repiten constantemente para exculpar a los derechistas radicales que invadieron los edificios públicos. Da Conceição, como el resto, dice estar muy decepcionado con las Fuerzas Armadas. Llevaban semanas pidiendo un golpe militar y al final, presionados por la Justicia, fueron los militares los que empezaron a desmantelar el campamento golpista de Brasilia y facilitaron la detención de sus ocupantes. “Confiábamos en ellos. Pensábamos que lo del campamento iba a funcionar, que los militares liderarían, pero al revés, nos dieron la espalda”. Tras ser arrestado y pasar unas cuantas horas sin saber qué iba a ser de su vida, la policía le dejó en libertad con cargos: “Me dieron unos papeles, no sé lo que era, pero yo firmé. Fue horrible, estaba muy nervioso, sin saber que hacer, pensaba que me iban a llevar a Papuda (una cárcel de máxima seguridad). Ya estoy más aliviado, aún no me hago a la idea de todo lo que pasó. Pero no me arrepiento”.
Luziete Alves dos Santos, camarera en paro. Niterói, Río de Janeiro. 46 años.
Sus compañeros están visiblemente cansados y solo quieren subir al autobús que les lleve a casa, pero Dos Santos aún está frenética. Con los ojos bien abiertos y avisando a todos de las últimas novedades de lo que se comenta en las redes, confiesa que a pesar del mal trago de haber sido detenida está orgullosa de su participación: “No estoy arrepentida, lo haría todo otra vez, por nuestra patria. Yo no rompí nada, no invadí nada”, decía. Ella también está frustrada con los militares (“decepción total”), pero salva de la quema al expresidente Jair Bolsonaro, de vacaciones en EEUU desde finales de diciembre y que observa desde la distancia y en silencio lo que ocurre con sus seguidores más radicales. “Bolsonaro no puede estar aquí, si estuviera aquí ya lo hubieran matado, por eso se fue a otro país”. El sentimiento es compartido por el grupo. Haga lo que haga, Bolsonaro siempre tiene la bendición de sus fieles.
Everton Santos, vendedor en una tienda de material de construcción en Pará. 55 años.
Está convencido de que él y sus compañeros están sufriendo los primeros efectos de la “dictadura comunista” que según él representa el Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva: “Ya estamos en un país antidemocrático. Brasil ya es una dictadura, dices algo y te detienen. Lo más triste es que el Ejército fue traidor con los patriotas. Ahora sólo espero que las Fuerzas Armadas de otros países intervengan, porque desgraciadamente nosotros ya no confiamos en nuestros militares”.
Luisa da Silva Godoy, profesora universitaria de Cuiabá, Mato Grosso. 58 años.
Enfundada en un elegante vestido verde y con un maquillaje impecable para quien lleva tantas horas transitando entre tiendas de campaña y comisarías, esta señora no disimula su indignación. Es una persona “de bien”, dice, que no ha hecho mal a nadie. Fue detenida en el campamento golpista y las horas que pasó arrestada fueron la experiencia más traumática de su vida, resume. “Nos dejaron sin agua, sin comida, en el suelo. Parecía un campo de concentración. Un hombre intentó suicidarse cortándose las venas. Y no sé dónde están mis amigas, no sé nada de ellas desde ayer [por el lunes]”, explicaba preocupada. El único consuelo fue percibir que algunos policías simpatizaban con ella. “Una agente de policía nos atendió con impotencia, llorando. Me decía: ‘Perdona, tengo que hacer esto porque me están vigilando’.
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