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Un grupo de turistas se hace una foto junto a un cartel donde se lee “O coco mais oriental das Américas”. Es el Faro de Cabo Branco, el cartel que marca —al menos para los visitantes— el lugar más al este del continente americano, en João Pessoa, Paraíba, en el nordeste de Brasil. Muy cerca, un alambre oxidado impide que puedan acercarse hasta el borde del acantilado. Las raíces al aire de un cajueiro -el árbol de los anacardos- y el asfalto quebrado avisan que parte del suelo cedió y que abajo las olas lamen la pared vertical de rocas y tierra amarilla.
La erosión marina es un proceso natural que se viene produciendo de forma constante. Sin embargo, hay factores que la agravan: principalmente los efectos del cambio climático y la acción humana. Son muchas las zonas de costa en todo el mundo afectadas por ella y que, agravadas por la elevación del nivel del mar y las altas temperaturas, pueden ver cambiada por completo su apariencia en las próximas décadas. Las expectativas no son positivas: según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), las previsiones son que el mar pueda subir hasta en un metro de altura.
Consciente de este problema, el profesor Saulo Vital, de la Universidad Federal de Paraíba (UFPB), lidera un proyecto de investigación que estudia la degradación que están sufriendo los acantilados de Cabo Branco desde hace varias décadas. El objetivo es cuantificar una erosión visible a simple vista y plantear soluciones para recuperar esa zona y evitar su derrumbe. Por ahora, la iniciativa se encuentra en la fase inicial, aunque lo ideal sería poder implementar las medidas obtenidas, para lo que necesitarían apoyo público. Por el momento, explican, no se ha abierto aún esa oportunidad.
“Para retrasar el proceso hay que actuar en las causas que lo generan. A nivel local se pueden hacer cosas: lo principal es controlar la ocupación de las áreas que están sufriendo el proceso erosivo. Ya después se pueden adoptar medidas de contención”, explica, refiriéndose a los sistemas artificiales implementados en la zona que imitan los arrecifes de coral que crecen de forma paralela a la costa. Cuando baja la marea forman piscinas naturales y con la marea alta hacen de rompeolas, protegiendo las playas de la fuerza del mar.
Sirviéndose de fotografías aéreas, con dron y con imágenes de satélite, quieren elaborar varios artículos académicos este año. “No sabría decirte exactamente cuándo, pero si todo sigue igual que ahora, en unas décadas el faro puede caer”, advierte Vital. A pesar de las rocas que se colocaron de relleno en 2020 en su base, hoy los acantilados de esa zona del litoral brasileño siguen desmoronándose de forma acelerada, agravados por la infiltración del agua. Muy cerca del faro se encuentran otros espacios, entre ellos la Estação Ciência, un edificio del arquitecto Oscar Niemeyer que puede correr la misma suerte.
El investigador del departamento de Geociencia de la UFPB cree que la repercusión del proyecto en el que está trabajando es buena en el ámbito académico y social, pero lamenta que “el poder público tiene cerrados los oídos” en lo que a estudios como el suyo se refiere. En ese sentido, Vital lamenta lo que considera una visión cortoplacista de muchos políticos y la desidia de los gobernantes a la hora de actuar y plantear soluciones realistas.
La carretera que lleva hacia el faro, por ejemplo, se cerró al paso de vehículos hace años y de momento no hay previsión de reabrirla. “El gran problema es el uso desordenado del suelo, sin el debido planeamiento”, apunta Vital. Sus esperanzas están en participar en las audiencias públicas previstas antes de que se apruebe un proyecto y así tratar de implementar medidas efectivas que tengan en cuenta los impactos ambientales.
En realidad, el Faro de Cabo Branco no marca el punto más oriental del continente americano: este se encuentra unos 800 metros más al sur, en la Punta do Seixas. Pero hace años se pensó que un mirador en lo alto de un acantilado resultaba más atractivo para colocar un monumento y atraer a los turistas y por eso decidieron trasladar simbólicamente el hito geográfico. Sin embargo, la playa de Seixas también está sufriendo los efectos del avance del mar, por lo que ambos lugares corren peligro de desaparecer en unas décadas. No hay que irse muy lejos: también en Paraíba los acantilados de Carapibus están al borde del derrumbe y en la cercana Bahía da Traiçao, el agua del mar prácticamente ha hecho desaparecer la playa y ha destruido infraestructuras y viviendas.
Proyectos con un enfoque integral
La intervención humana para frenar el avance del mar es algo que ya ha ocurrido en otros puntos de la geografía brasileña: desde la ampliación artificial de la playa de Copacabana en Río de Janeiro en 1970 a las recientes (y polémicas) obras de ensanchamiento de la playa de Balneario Camboriu, en el Estado sureño de Santa Catarina. Esto también se plantea como una posible alternativa en varias zonas de João Pessoa (incluyendo los acantilados de Cabo Branco) por parte del Gobierno local. Sin embargo, Vital insiste en que, sin un estudio previo de los posibles impactos ambientales, una planificación adecuada del uso del suelo y una reforestación de la zona, cualquier propuesta está abocada al fracaso, aparte de que supondría un coste económico muy alto. Su opinión es que se pueden explorar otras alternativas al turismo de sol y playa actual.
“Aquí los planes deberían cambiar hacia un turismo ecológico”, opina. “Por ejemplo, en los acantilados en vez de ocupar el espacio y construir muros, se podría hacer una reforestación y un reordenamiento del espacio. Y aprovechar para el turismo con la creación de geoparques [áreas protegidas], que es algo muy común en Europa. Allí existen muchas áreas de protección con un carácter ambiental y un aprovechamiento turístico”.
El profesor cree que para evitar que la erosión acabe destruyendo los espacios naturales no basta con dejar de edificar o colocar barreras en la costa, sino que es necesario un proyecto global que integre una visión sostenible a largo plazo, porque la erosión no va a dejar de existir. El Santuario Ecológico de Pipa, en el cercano Estado de Río Grande del Norte, es un ejemplo positivo de recuperar un acantilado. Con un proyecto de preservación de la Mata Atlántica, la vegetación endémica de la zona, en el santuario han conseguido recuperar un área degradada por la plantación de cultivos y pasto para ganado. Esta reserva promueve un turismo centrado en rutas de senderismo, espacios de avistamiento de tortugas y delfines y en el cuidado y conocimiento del entorno natural. A pesar de que en esta zona también se producen desprendimientos de rocas, los daños para el entorno cuando hay vegetación son menores.
La transformación de las costas de Brasil
El litoral brasileño comprende 17 estados y tiene una extensión aproximada de 7.500 kilómetros, algo más de la distancia entre Madrid y Miami. En 2018, la publicación Panorama da Erosão Costeira no Brasil alertaba que más del 60% de esas costas estaban afectadas por la erosión del mar y la acumulación de sedimentos. Eso ha transformado la línea de muchas playas y ha afectado la forma de vida de miles de personas. Según esa publicación, la erosión había aumentado en un 50% en los últimos 20 años.
Este es uno de los muchos problemas medioambientales que debe enfrentar la nueva ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva, en un país donde grandes urbes como Fortaleza, Salvador de Bahía o Río de Janeiro, se encuentran en la costa. Además, la economía del gigante latinoamericano también podría verse afectada debido al enorme potencial turístico de Brasil, que tiene como principal atractivo sus playas.
En João Pessoa, los efectos de la erosión y del avance del mar son visibles en la playa de Bessa. Con la marea baja, las sombrillas buscan un hueco entre barreras y espigones hechos de escombros, rocas o maderas, colocadas para minimizar los efectos del mar en las viviendas. Unas fueron instaladas por el propio Ayuntamiento de la ciudad hace años, otras por particulares, que las reparan periódicamente, pero no dejan de ser parches que frenan temporalmente un problema más global.
El hotel Oceana Atlántico se vanagloria de ser el único de la ciudad “con salida directa a la playa”. Construido en primera línea de playa poco antes de la pandemia, aprovechó una pequeña elevación y una estructura antigua para edificar su propia muralla: un rompeolas con un mirador separado unos metros de la propia piscina del hotel. Con una barrera de árboles y vegetación (y la perspectiva de seguir plantando), explican que, a pesar de destinar aproximadamente un tercio del presupuesto para garantizar una buena protección del dique, la previsión es que cada 10 o 15 años haya que repararlo.
“Llevamos aquí unos 12 años y claro que se nota que el mar está avanzando”, confirma William Mocotó, gerente del restaurante Camarão Grill, también en la playa. Hoy está la marea alta y las olas salpican las mesas y sillas de las primeras filas haciendo imposible utilizarlas. “Si no tuviéramos esto”, dice señalando el rompeolas del local, “el agua llegaría hasta el fondo”. Justo al lado, una promoción de viviendas anuncia la construcción de varias residencias de lujo: incluyen piscina, gimnasio, zonas verdes, barbacoa y un rompeolas enorme de hormigón que asemeja unas piezas de Lego. Otra barrera para impedir que el punto más oriental de las Américas deje de serlo.