Recientemente, algunos líderes políticos, como Trump o Bolsonaro, han negado el cambio climático. Parece improbable que estos responsables públicos carezcan de asesores sobre asuntos tan relevantes como este, respecto a los que la ciencia ofrece evidencias muy consistentes, poco discutidas y de las que casi cualquiera ha oído hablar. A muchos científicos esta situación les indigna y sienten legítimas ganas de reaccionar airadamente ante declaraciones negacionistas. Sin embargo, es posible que esto no sirviera de gran cosa. Es inverosímil que estos políticos reconozcan que una declaración pública así, probablemente muy meditada, sea un error. Además, no está tan claro que los científicos vayan a tener éxito en convencer a quienes escuchan a los negacionistas. Propongo intentar entender las razones que explican qué lleva a un político a negar la ciencia, comprender los peligros del negacionismo y averiguar si y cómo podemos neutralizarlo.
¿Por qué algunos políticos se empeñan en negar la evidencia sobre el clima? Una posible razón es que, reconocer la existencia de un problema de tal envergadura, les obliga a adoptar medidas. Y no se trata de medidas técnica ni políticamente sencillas. Las que no parecen generar el rechazo ciudadano suelen ser insuficientes para avanzar con premura hacia los objetivos climáticos. Al contrario, las políticas eficaces casi siempre imponen costes a distintos sectores sociales. El cierre de minas, las restricciones energéticas, el incremento del precio de productos o las medidas que tratan de sensibilizar a la población sobre comportamientos poco sostenibles para que se corresponsabilicen de la situación, son difíciles de aceptar por la ciudadanía incluso cuando es consciente de su necesidad. Los efectos negativos inmediatos que pueden generar, como desempleo, despoblación, disminución de ventas (de carne o gasolina, por ejemplo), quejas por falta de confort o por el cambio de hábitos de transporte o consumo, tampoco son fáciles de asumir por los gobiernos.
Ante estas situaciones, en que las medidas presentes para solucionar un problema que algunos perciben aún como futuro no son populares, los políticos tienen dos opciones principales para no perder el respaldo ciudadano. Un político responsable implementará medidas contra el cambio climático que traten a la vez de mitigar sus efectos negativos y de repartir los costes sociales. Estas iniciativas se han concretado en las llamadas políticas de “transición justa”. Se trata de proporcionar alternativas de empleo en comunidades que pierden la principal forma de vida, a veces de la mano de la industria generada alrededor de la nueva energía, o de establecer mecanismos de compensación para los afectados. Aun así, se trata de políticas que a estos pocas veces les parecen suficientes o justas. Los políticos pueden consolarse pensando que han hecho lo que deben. Mejor aún, deben saber que, cuando finalmente las crisis llegan, según la evidencia, los ciudadanos tienden a castigar a los políticos que no hicieron nada por evitarlas (incluso en eventos como los desastres naturales, que son difíciles de prevenir). Sin embargo, estos consuelos del deber cumplido o los réditos futuros quizá no sean un incentivo suficiente para que todos los políticos actúen responsablemente contra el cambio climático.
El problema de negar el problema
Otra opción es negar el problema. Ello evita tener que implementar medidas técnicamente complicadas y políticamente penosas que desafíen la tolerancia ciudadana. Pero las actitudes negacionistas de algunos políticos ante el cambio climático son un peligro y no solo porque retrasan las decisiones sobre un fenómeno que no admite más prórroga. Además, existe evidencia sólida acerca de que las posiciones de líderes partidistas sobre los temas de política pública (aborto, inmigración o cambio climático) contribuyen a configurar las opiniones ciudadanas. Gracias a políticos negacionistas, algunos ciudadanos tendrán a su disposición argumentos que les acomodan en creencias como que, quizá en el último momento, la ciencia encuentre una solución, o a preferir pensar que, al fin y al cabo, su contribución individual a paliar el cambio climático es insignificante y, por tanto, prescindible. Asimismo, de acuerdo con algunos trabajos, cuando un individuo asume la opinión de su partido, la información de los expertos/científicos tiene un impacto pequeño para limitar el efecto del partidismo (o la religión): los ciudadanos ignorarán cualquier información que desafíe estas posiciones y esto ocurre más acusadamente en situaciones de polarización.
Sin embargo, no todo está perdido. Algunos hallazgos empíricos recientes que manejan datos obtenidos durante diferentes crisis sugieren que, a veces, los ciudadanos son capaces de cuestionar lo que dicen sus líderes políticos. Aunque una parte de esa capacidad de juicio depende de la personalidad de cada individuo y de la autopercepción de su eficacia para influir en las políticas, otra parte se puede estimular creando ciertas condiciones ambientales. Algunas de estas condiciones aparecerán naturalmente con la propia evolución del clima. Existe evidencia de que experimentar episodios climáticos anómalos repetidos durante once estaciones estimula la curiosidad por el clima.
Explicar cómo funciona la ciencia
La cuestión entonces es cómo conseguir convencer de la veracidad del cambio climático al menos a este grupo proclive a actualizar sus asunciones sobre el clima. Las ciencias sociales han mostrado que no todas las personas consideran fiables a las mismas fuentes ni se sensibilizan ante los mismos mensajes. Un experimento sobre vacunas mostró que, independientemente del partidismo, un mayor conocimiento de cómo funciona la ciencia (es decir, cómo se obtiene la evidencia, qué significa que existe evidencia sólida sobre algo, qué se sabe y qué no sobre determinados temas), hace que los mensajes científicos sean más fáciles de aceptar.
También se ha demostrado que hay otros dos factores capaces de predecir la aceptación de la ciencia, incluso por encima de los compromisos políticos individuales. El primero es la percepción de que aquel de quien proviene el mensaje tiene más experiencia que el receptor. El segundo es que emisor y receptor tengan intereses comunes. A veces, los ciudadanos juzgan que los científicos pueden ser insensibles con sus necesidades cotidianas y perentorias o sospechan que pueden tener intereses no del todo legítimos.
Por tanto, la evidencia nos sugiere que es claramente prometedor apostar por mejorar la cultura científica de la ciudadanía. Instituciones como el Ministerio de Ciencia e Innovación o el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) destinan crecientes recursos a ello. Sin embargo, mejorar en este terreno nos llevará más tiempo del que tenemos para afrontar el cambio climático. En el corto plazo, las instituciones científicas deben hacer un mayor esfuerzo para identificar los colectivos a los que desean hacer llegar la información sobre el clima, entender sus necesidades y pensar en cómo trasmitirla en cada caso. La divulgación y la comunicación científica tienen que ser empáticas. Los científicos, y más si pertenecen a una institución reconocible como el CSIC, cumplen con la primera condición (tener más experiencia que el receptor). Muchos científicos han comenzado a sensibilizarse con la necesidad de difundir ciencia de primer nivel y destinan su tiempo para ello. Lograr una comunicación empática requiere más entrenamiento para que los científicos sean capaces, no solo de comunicar de modo comprensible, sino de ver todas aristas de problemas o bien de identificar qué actores pueden servir a veces de intermediarios entre la ciencia y la ciudadanía (por ejemplo, políticos, agricultores, maestros o influencers), cumpliendo así con la segunda condición de que la ciudadanía perciba que el emisor es sensible con sus preocupaciones.
Eloísa del Pino es politóloga y presidenta del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
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