El cambio climático no solo se configura como un gran fallo del sistema económico que generará, ya lo está haciendo, elevadas pérdidas netas a nuestras sociedades. Se trata de una bomba distributiva escorada hacia los que menos tienen, tanto países como personas. La explicación es fácil: los Estados y hogares que más han contribuido a este problema son aquellos que cuentan con mayores medios, al contrario de los que más lo sufren porque la capacidad de adaptación al cambio climático también se relaciona con la disponibilidad de recursos económicos. Por si fuera poco, las imprescindibles políticas de mitigación climática, dirigidas fundamentalmente a la reducción de emisiones, tienen costes que en bastantes casos soportan en mayor medida los que menos tienen. Esto es algo que ya sabíamos hace tiempo, aunque cada vez tenemos una fotografía más clara y precisa de la dirección y magnitud de estos efectos, tal y como como ha recogido recientemente este diario.
Lo precedente ha llevado a algunos comentaristas y decisores políticos a abogar por la incorporación de los impuestos sobre la riqueza y sobre los beneficios extraordinarios del conglomerado fósil como parte de las políticas de mitigación climática. A primera vista se trata de propuestas atractivas: se centran en grupos con una clara responsabilidad en el problema, con efectos distributivos positivos y gran capacidad recaudatoria. No obstante, es recomendable explorar con mayor atención la utilidad de estas figuras en este ámbito para evitar formular soluciones simples y populares a problemas complejos que, al desviar el interés y énfasis de otros instrumentos fiscales fundamentales y prioritarios, pueden comprometer la efectividad de las políticas de mitigación climática.
Conviene en este punto retomar las principales conclusiones del reciente libro blanco sobre reforma tributaria que, a pesar de prestar una gran atención a las cuestiones distributivas, no incorpora las alternativas precedentes en su extenso menú de propuestas ambientales. En él se recoge el papel central de ciertos impuestos para progresar en la descarbonización, en coordinación con otras alternativas regulatorias de diversa naturaleza, principalmente a través del gravamen del consumo de combustibles fósiles y de la compra y posesión de equipamiento contaminante (por ejemplo, vehículos). También indica que los posibles impactos regresivos de algunos de estos tributos pueden compensarse fácilmente empleando parte de la recaudación conseguida, de forma selectiva y no relacionada con las emisiones, a los hogares de menor capacidad económica. A la vez, redirigir las subvenciones hoy generalizadas a la sustitución de equipamiento contaminante a los hogares más pobres tendría unos impactos distributivos muy positivos. Téngase además en cuenta que algunos de estos impuestos, como los relacionados con la aviación o con vehículos de gran tamaño y potencia, penalizan en mayor medida a los hogares más ricos. De hecho, la eliminación de los subsidios a los carburantes de automoción (o el incremento de su fiscalidad) son medidas generalmente progresivas en los países en vías de desarrollo. Por si fuera poco, la propia actuación de estos impuestos contribuirá a la reducción de los beneficios (ordinarios o extraordinarios) del conglomerado fósil y facilitará la transición a un mundo empresarial más sostenible. En resumen, un buen uso de la fiscalidad ambiental permite progresar en varios objetivos, climáticos y distributivos, de forma simultánea.
Esto no implica que la imposición de la riqueza no deba jugar un papel relevante en la lucha contra el cambio climático, pero por otros motivos. Crisis climáticas como la del pasado verano, con sus inmensos impactos sobre los menos pudientes, y la reciente creación del fondo basado en el principio de pérdida y daño para los países en desarrollo, demandarán un volumen ingente de recursos para facilitar la adaptación y compensar a los perdedores del cambio climático. Una gran parte de esos recursos adicionales deberán proceder de nuestros sistemas fiscales y es poco probable que la fiscalidad ambiental, sobre todo si ya ha de emplear parte de su recaudación para compensaciones distributivas, pueda suministrarlos. La obtención de esos nuevos recursos ha de guiarse por el principio de capacidad económica y ahí la tributación sobre la riqueza y sobre las grandes fortunas puede y debe jugar un papel relevante.
Un experto en soluciones tecnológicas a la descarbonización, Mark Jacobson (Stanford), acaba de publicar un libro en el que apunta que no hacen falta milagros sino ambición para aplicar las tecnologías limpias ya existentes sin demoras. Algo similar ocurre en el ámbito fiscal: no tenemos que inventar nada nuevo ni generar confusión innecesaria, simplemente emplear desde ya los impuestos existentes para abordar con rigor, transparencia y decisión dos asuntos relacionados pero distintos: los grandes desafíos de la mitigación climática y la obtención de recursos adicionales para hacer frente a los desiguales impactos climáticos.
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