Las segundas temporadas no suelen ser buenas, como las segundas partes de las pelis. Cuanto más imprevisible y original es una serie, más difícil es mantenerla en el aire sin que el tinglado se derrumbe o el interés se apague y la historia avance por inercia, como uno de esos matrimonios que duermen en camas separadas. Cualquiera que haya intentado escribir una historia larga sabe que lo fácil es empezarla y lo difícil es continuarla. Por eso se inventaron los finales abiertos, para salvar la honrilla de los narradores que se pierden en los bosques que ellos mismos plantaron.
La primera temporada de Cardo fue un directo en la mandíbula con final cerrado. No solo estaba bien dejar la historia ahí, sino que parecía imposible continuarla. Por eso, los tres capítulos de la segunda temporada que llevo vistos (hoy se cuelga el cuarto en Atresplayer) me han convertido en un devoto del anarrujismo. Me quito el cráneo ante el talento de Ana Rujas, que nos cuenta una historia de soledad y redención como nunca la habíamos visto, con una libertad y una falta absoluta de complacencia hacia el espectador, al que lleva de la mano —a veces, a rastras— por andurriales ciertamente incómodos que quedan más allá del kitsch, de la cárcel y de Carabanchel.
Rujas y su socia, Claudia Costafreda, son castizas y posmodernas, localísimas y universales, cómicas y trágicas. Dicen por ahí que la serie retrata a la generación nacida en la década de 1990. Yo creo que solo se retrata a sí misma y a sus personajes, a la angustia de esa María recién salida de la cárcel y conversa a un cristianismo neobarroco que no se parece a nada, tan solo a esos versos de Teresa de Jesús a los que se encomienda como nosotros nos entregamos a Santa Ana Rujas.
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