Querido Alvarete:
Cuando eras pequeño, llegaba a casa después de largas jornadas de trabajo, me descalzaba y, antes de que me pudiera agachar a cogerte, ya estabas corriendo por aquel pasillo estrecho. Rápidamente reaccionaba, me tiraba al suelo y empezaba a gatear a trompicones detrás de ti, y cuando por fin te alcanzaba, te reías y me decías: “Te tero, papá”. En ese momento todo era perfecto.
Cuando pienso en momentos juntos, siempre apareces en ellos riéndote, con esa sonrisa contagiosa que tienes. Es curioso, pero así es. Incluso cuando reflexiono sobre momentos complicados, como después de tus operaciones, en mi mente siempre estás sonriendo. Me acuerdo de una vez en Grenoble, Francia, después de una de esas cirugías, que tenías las vendas a modo de turbante y los ojos hinchados, tanto que apenas podías abrirlos. Tu abuelo Rafa estaba sentado a tu lado en la cama y en un momento dado le pasaste el brazo vendado por el cuello, le atrajiste a tu pecho y le hincaste los incisivos en la cabeza con una sonrisa de lado a lado. Como si fueras tú el que tuviera que darle ánimos a él y no al revés.
Podrían venirme de muchas maneras los recuerdos, pero afortunadamente me vienen así. Supongo que es la forma que tiene mi mente de edulcorar la realidad y de protegerme de mis propios recuerdos, envolviéndolos en tu sonrisa. Una sonrisa que sacas a relucir más veces que nadie en este mundo y que muestra que hay mucha vida en tu interior; probablemente, diferente a las demás, incluso difícil de comprender para algunos, pero, al fin y al cabo, vida, pura vida. Lo que me lleva a sentir una inmensa pena al ver la indiferencia con la que pueden llegar a tratarte, fruto del miedo y el desconocimiento que genera, como en otras tantas cosas, la ignorancia. Me duele primero por ellos, que son los que más pierden, pero también por ti y por los que te rodeamos, que podemos llegar a sentirnos abandonados por el entorno.
Este sentimiento de abandono podría desembocar en una desesperanza que nos lleve a pensar que nuestra vida es más dura, más injusta y más difícil que la de aquellos que nos ignoran, pero eso nos llevaría directamente a la nada. Además, objetivamente, no podríamos estar seguros de que fuera cierto, prueba de ello es que yo no cambiaría mi vida por ninguna de las que conozco.
Sería entendible ante estas situaciones acabar quebrando; es muy duro no poder escapar de una realidad, que te presiona constantemente y no te deja un momento de descanso. Y no hablo tanto de descanso físico, que también, como de mental, que es el más importante. Tener la capacidad de evadirse de la realidad y de desconectar es imprescindible. Desgraciadamente, no hay una receta que ayude a todo el mundo.
En mi caso, mi medicina es tu madre, formamos un equipo que trabaja unido, que se sostiene mutuamente y donde cada integrante se sacrifica por el otro haciendo por él lo que ni siquiera hace para sí mismo. Lógicamente, tenemos nuestros pequeños roces, pero no son capaces de dejarnos marca porque olvidamos más rápido que peleamos, ya que entendemos que estos no son fruto de nuestros sentimientos sino de nuestro cansancio.
Asimilamos vivir con disfrutar, como si el mero hecho de vivir implicara estar pasándoselo bien todo el rato; un mundo de derechos sin obligaciones. No debería sorprendernos que la tristeza y depresión sean el mal de las civilizaciones desarrolladas y que cuatro niños en mitad de la nada disfruten más detrás de un balón pinchado que los hijos del bienestar con todas sus comodidades. El hoy puede que sea nuestro, pero el mañana está perdido si no cambiamos y asumimos el sacrificio que implica a corto plazo. Hasta para disfrutar de algo tan simple como de una tortilla hay que estar dispuesto a sacrificar un tiempo en ir a por los huevos, batirlos y cocinarlos. ¿Cómo podemos creer que nos espera un futuro brillante si no somos capaces de esforzarnos por él?
Una de mis mayores privaciones llega cada noche, cuando la soledad llama a mi puerta. El enfrentarme a una cama vacía, al dormir separado de tu madre para que uno de los dos pueda cuidarte, hace que me sienta incompleto, pero luego me doy cuenta de que más bien es todo lo contrario. Esa cama vacía es fruto de un esfuerzo que denota más cariño que todas las caricias juntas.
El camino que empecé a recorrer con tu enfermedad me ha llevado a conocer gente extraordinaria que no habría conocido por otros recorridos, o al menos en tal cantidad. Gente que cambia el mundo, no solo con palabras sino con acciones y todas ellas con un motor común: el amor por los demás. Sin ir más lejos, el otro día conocí a mi ya amigo Juan Antonio, padre de siete hijos y dos de ellos con dificultades; estuvimos hablando un buen rato en el que no le escuché ni una sola queja, solo transmitía amor y orgullo por sus hijos y su mujer, Cristina. Al terminar la conversación parecía más preocupado por mí que por sí mismo y hasta trató de convencerme de que le dejara ocuparse de ti algún fin de semana para que tu madre y yo descansáramos.
Vivo una vida intensa, muy intensa, pero una vida muy enriquecedora, que me lleva a conocer y entender realidades muy diferentes; a ser amigo, muy buen amigo, de gente de la que en, otras circunstancias, mi ignorancia me habría apartado. Gente que solo tiene en común el amor infinito y por eso sé que puedo contar con ellos.
Sonaba levemente What a Wonderful World en el salón, eran las diez de la noche y allí estábamos tú y yo, cansados después de un largo día. Ya no tenemos fuerzas para correr por los pasillos, así que me dio por abrazarte fuertemente, levantarte y llevarte de un lado a otro, dibujando en el aire un camino con tus pies, mientras tu boca esbozaba una sonrisa que el brillo de tus ojos ratificaba. Todo es perfecto.
Te quiero,
Álvaro Villanueva
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