Grabar actos de caridad es una forma fácil de viralizar un vídeo, sobre todo en TikTok. La composición de estas piezas es ortodoxa; el tiktoker o youtuber camina por la calle (a ser posible en Adviento) y se cruza con un indigente. Se acerca a él, le habla o no y le deja una buena cantidad de dinero. Graba la reacción del sin hogar, que se sorprende, se emociona y lo agradece como si acabara de aparecerse el arcángel Gabriel. El tiktoker, digno, consuela al mendicante y luego se aleja mientras se acerca al amigo que graba, con andares de héroe y voz paternalista. “Puedes hacer feliz a alguien con muy poco”. Antes de subir el vídeo (y esto es imprescindible) se añade música de archivo, una breve melodía triste, emotiva, gratuita. Porque no va a pagar de más el creador de contenido, no me fastidies. Tampoco va a arriesgarse a que borren el vídeo, que si no ve nadie esto es como si no hubiera pasado.
El agraciado comerá caliente y dormirá en una cama esa noche. Cualquier profesional del trabajo social le dirá que no está ayudando, pero no tengo espacio para explicarlo.
Y ahora reimaginemos esto: imagine que es usted el que está en la calle y que un día se le acerca un joven vestido de tronista, le graba en secreto y sube un vídeo en el que usted llora porque por fin alguien le habla, o le da para comer. Imagine que es usted el mono de feria que hace que otros se sientan mejores personas. O imagine que el mono es su padre, emigrado a un país hostil. Imagine ser el juguete de otros. O imagine algo peor… imagine ser tan vanidoso que llegue a utilizar a personas vulnerables para su propio beneficio económico y social. Qué asco.
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