A principios de los años ochenta a uno lo contrataban de asistente de investigación para construir grandes tablas a lápiz, llenas de cifras económicas con incrementos y porcentajes, en inmensas hojas cuadriculadas. Las calculadoras japonesas que hacían las cuatro operaciones pronto fueron reemplazadas por unas hermosas de Texas Instruments y luego de Hewlett Packard que tenían las funciones trigonométricas, elevaban a cualquier potencia y podían calcular fórmulas. Nos sentíamos más inteligentes y eficaces, pues hacíamos más cosas en menor tiempo y con menos errores.
Éramos parte de enormes computadores humanos. Cada uno tenía a cargo un grupo de cálculos específico, que al ser consolidado arrojaba las cuentas empresariales, de ventas, balances y nómina, así como las cuentas nacionales, la balanza de pagos y la cantidad de dinero de un país.
Entonces, aparecieron las computadoras, las hojas de cálculo y la capacidad de elaborar complejos modelos. Se volvió obsoleto al papel cuadriculado, el lápiz y las calculadoras. Todo aparecía en una pantalla. Lotus 123 y luego Excel permitían mover columnas y filas a discreción, calcular ecuaciones de casi cualquier nivel de complicación, salvar y compartir en discos. Los programas estadísticos simplificaron enormemente el trabajo.
Podíamos dar en minutos respuestas que antes tomaban semanas. Jugábamos con datos y pruebas de hipótesis que solían ser tarea exclusiva de los profesores. Para los estudiantes y asistentes se operó una pequeña revolución, similar a la del revólver en el lejano oeste, que hizo que el tamaño de la persona no importara, pues las máquinas los habían igualado.
Estos avances salieron de la capacidad humana de manejar toda la información en forma de ceros y unos, empequeñecer los microchips hasta la nanodimensión y poner en la mano un smartphone que reemplaza todo lo que antes se hacía en la oficina, incluidos libros, revistas académicas indexadas, periódicos, avisos de la esposa y los hijos, concertación de citas, películas, podcasts, reservaciones de aviones, hoteles, restaurantes, compra del mercado familiar, entradas para cines y eventos, en fin, casi la totalidad de la vida humana.
Los chips han transformado la vida de todos, pero algo más asombroso es lo que ha sucedido en la vida de los chips. Hoy, para producir el chip más avanzado del mundo se utilizan lásers que golpean 50.000 veces por segundo a una bolita infinitesimal de estaño para pulverizarla a una temperatura varias veces la de la superficie solar y producir así luz extrema ultravioleta, con la cual se imprimen químicos fotosensibles, con un tipo de litografía que crea chips de 13,5 nanómetros. Este tamaño es un centésimo del de la mitocondria y la mitad del coronavirus. La complejidad es sobrecogedora.
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El costo de diseñar un chip de este tipo es cientos de millones de dólares. Construir los complejos industriales para ese tipo de litografía cuesta muchos miles de millones de dólares. Solamente Taiwan Semiconductors Manufacturing Company Limited (TSMC) está en este momento en capacidad de hacerlo.
En 2021, la industria de chips produjo más transistores que la cantidad combinada de todos los bienes producidos por todas las demás empresas, en todas las demás industrias, en toda la historia humana, según cuenta Chris Miller en el libro Chip War.
El sabor del mes es la llamada Inteligencia Artificial Generativa, que es una nueva clase de máquina. Utiliza ese tremendo poder de cómputo para captar los símbolos del lenguaje, la música y la programación, y usarlos de maneras que parecen creativas. Incluso puede ver emociones mejor nosotros, de manera que podrían reemplazar el trabajo de muchas personas.
Los llamados ChatGPT y ahora Bard AI Chatbot escarban en cantidades de información y texto prácticamente oceánicas, y adivinan cuál debería ser la siguiente palabra en la frase. Después de unos miles de millones de ciclos de adivinar-comparar-mejorar-adivinar, este enfoque le da un gran poder estadístico a la respuesta y una calidad impresionante al texto que escribe. Si se le plantean bien las preguntas, cosa que requiere iterar con la máquina, se hace evidente que Chat-GPT aprende más rápido, de forma más exhaustiva y aguda que nosotros.
Alguien calcula que, para 2025, el 90% del contenido en línea podría ser generado por sistemas de Inteligencia Artificial. Se vaticina que la Inteligencia Artificial podría reemplazar cerca de la mitad de los empleos en Estados Unidos en trabajos de asistentes legales, redactores publicitarios, productores de contenido digital, programadores informáticos y periodistas. Es un acertijo por qué los economistas no son mencionados en estas voces de alarma.
Aparecen, sin embargo, varios problemas: los chatbots son como el sabiondo de la oficina, que responde todo supremamente confiado, independientemente de la exactitud de sus fuentes y la calidad de su análisis. En eso es diferente del buscador de Google, que dirige a las personas a otras páginas, no afirma nada sobre su veracidad y deja al observador con la decisión de qué usa y qué no.
¿Qué hacer con los sesgos, prejuicios, desinformación y el riesgo de plagio?
Mi hijo de 16 años dice que usar ChatGPT no equivale a plagiar, pues no se está copiando a nadie. Opino lo opuesto, pues se estaría uno atribuyendo un trabajo y un producto que es fruto de un esfuerzo de programación de una máquina, unos creadores de algoritmos y una capacidad inusitada de consulta y computación, fuera de nuestro alcance. Por ejemplo, alguien pregunta si AI puede patentar un invento.
Ahora bien, por dramáticos que nos parezcan estos cambios en la vida cotidiana y laboral, palidecen frente a los que experimentó la generación de nuestros padres y abuelos, que salieron en mula o a pie de su pueblo en 1925 y tuvieron que conocer el telégrafo, el automóvil, el radio, el agua corriente en baños y cocinas, el cableado eléctrico, la televisión y los aviones, entre muchos otros avances. Esas transformaciones fueron tal vez más dramáticas para ellos de lo que ha sido para nosotros la capacidad de computación, los computadores, smartphones, etc.
Lo que le queda difícil a las máquinas es hacerse sus propias preguntas, pues eso necesita propósito. ¿Qué quiero, para qué, cómo y cuándo? La máquina puede ayudar a responder el cómo y el cuándo. Pero el qué es algo que define el ser humano desde sus circunstancias específicas de tiempo, modo y lugar.
Acudamos al filósofo austríaco Friedrich A. Hayek, premio Nobel de Economía, quien en su obra más conocida sobre el uso del conocimiento en la sociedad dijo que existe información común e información privada. Cada ser humano es un usuario de información de y sobre los otros, y sobre las cosas que lo rodean. Pero, más crucial, es un productor y generador de información nueva.
Mucha de la información que antes era privada está ahora estandarizada y disponible: qué compramos y dónde, qué capta nuestra atención en el celular, dónde vamos por la carretera, con quién conversamos, en fin, todo eso ya lo saben Google, Apple, Facebook, Microsoft, entre otros. Esas empresas comercializan esas cosechas continuas de información para el consumo de todos. Es “conocimiento común”.
Pero nadie sabe la duda que me carcome, la idea que acabo de tener, la tecnología que puedo diseñar, el mercado que busco satisfacer. Esas ideas y sensaciones nos llevan a desarrollar un producto, escribir una idea, un teorema, una novela o cantar una nueva canción. Eso es lo que siempre hemos hecho y que ningún computador sabe: cuál es mi propósito, qué busco hoy, qué me motivará mañana o preocupará pasado mañana. Esa es la esencia de la existencia humana. Que ahora se vayan a sumar productos de las máquinas, aumentará el cúmulo de experiencias. Pero no por eso unas reemplazarán a las otras.
Como siempre, el destino de cada cual dependerá de la calidad de su información privada, de cómo aprende y mejora, de cuánto eventualmente valdrá su aporte cuando sea pública.
La clave no será qué tan bien responde ChatGPT, pues de eso se ocupan miles de ingenieros y trillones de bits de información, computados a una velocidad de 1,000 trillones de cálculos por segundo, como lo hacen los chips de Nvidia (empresa americana) y Biren (China).
Lo asombroso es que eso esté ahora ampliamente disponible, con la velocidad, precisión y capacidad de producir textos, imágenes y símbolos. Lo triste sería que no le saquemos el jugo porque no sabemos qué preguntar, o nos quedamos en averiguar frivolidades.
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