Combustibles Fósiles: Bombas de carbono | Clima y Medio Ambiente

Cuando el 27 de agosto de 1859, el coronel Edwin Drake logró extraer por primera vez petróleo de la tierra, pocos podían imaginar que aquel acontecimiento iniciaba un cambio de paradigma. Aquel líquido negro y pegajoso que brotaba de un pozo de apenas 21 metros daría lugar a un nuevo modelo productivo y la mayor expansión económica de la historia, pero también inauguraba una dependencia de los combustibles fósiles que acabaría en pesadilla. Durante más de 160 años se ha bombeado petróleo con fruición, hasta alcanzar el llamado peak oil de la teoría de Hubbert, es decir, el punto de máxima extracción a partir del cual, las reservas disponibles comienzan a declinar, el petróleo que queda es más profundo y más sucio y se necesita cada vez más energía para poderlo extraer y refinar.

La Agencia Internacional de la Energía calcula que ese punto se alcanzó en 2006, pero ahora la preocupación ya no es que el petróleo se acabe o sea cada vez más caro. El combustible quemado ha cambiado la atmósfera del planeta y ahora, aunque podamos, no debemos quemar las reservas que quedan en el subsuelo. Si lo hacemos, destruiremos nuestro hábitat. Pero tenemos una economía tan adicta a los combustibles fósiles y los beneficios que genera son tan fabulosos, que 30 años de acuerdos y tratados no han logrado reducir su uso y las emisiones de gases de efecto invernadero siguen aumentando.

En 2022 las emisiones aumentarán un 1% y el petróleo será, con un incremento del 2,2%, el que más contribuirá al desastre. Solo las emisiones del gas bajarán un 0,2%, pero no por voluntad de cumplir los compromisos, sino por los efectos de la guerra de Ucrania sobre el consumo en Europa. Una muestra de la dificultad es que suben los precios y la demanda no se reduce. El parón económico causado por la pandemia apenas rebajó las emisiones un 5,6% en 2020, pero fue un efecto pasajero. Para lograr que la temperatura media del planeta no suba más de 2 °C a final de siglo, deberíamos situarnos ya ahora y de forma permanente en el nivel de emisiones de la pandemia, cosa que no va a ocurrir.

¿Por qué fracasan uno tras otro los objetivos de reducción? La activista ambiental Tzeporah Berman tiene una explicación: demasiadas buenas intenciones atrapadas en malos sistemas. Todos los directivos de las grandes petroleras saben que no se puede quemar todo el combustible que tienen, pero todos confían en ser ellos los que vendan el último barril. Es un contrasentido que los poderes públicos se esfuercen en disminuir la demanda de combustibles fósiles para reducir las emisiones mientras la industria no deja de abrir explotaciones y aumentar la oferta. No tiene sentido que los gobiernos hagan planes de transición energética y sigan premiando a la industria del carbono con bonificaciones y exenciones fiscales.

Ese es el principal argumento con el que Berman y otros activistas y científicos han lanzado la idea de un Tratado Internacional de no Proliferación de Combustibles Fósiles, una iniciativa que se va abriendo camino, aunque con dificultad, en la conversación sobre el cambio climático. Si se quiere disminuir el consumo, hay que intervenir también sobre la oferta. Porque la industria no ha dejado de planear nuevas explotaciones. Según una investigación del diario The Guardian, las compañías petroleras tienen 195 grandes proyectos de prospección y explotación de gas y petróleo en marcha para la próxima década, lo que supone una inversión de 103 millones de dólares al día. El 60% ya están en fase de explotación. Esos proyectos suponen emitir 1.000 millones de toneladas de CO₂ a la atmosfera, el equivalente a 18 años de las actuales emisiones globales. Son bombas de carbono cuya explosión con efecto retardado, en forma de catástrofe climática, puede llegar a causar tanta muerte y tanta desolación como una guerra atómica.

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