Entre consultores y asesores de comunicación política se ha puesto de moda pedir a sus candidatos que hablen de cohesión social y reconciliación nacional como antídoto a la polarización. Se les invita a posicionarse como los integradores, los paladines de la unidad y los aguerridos combatientes de las divisiones generadas por los discursos divisorios de López Obrador.
Y por supuesto, nadie les cree.
Salvo una minoría de personas aisladas en su privilegio, nadie cree que las divisiones que dieron pie a la polarización que hoy permea la discusión pública en México sean resultado de un discurso político.
En México, la división es una realidad de todos los días. Un trabajador de la construcción no se siente un “nosotros” con su patrón, y un patrón menos. No se puede pretender que en política no se vale hablar de “ellos” y “nosotros”, cuando en el día a día esas divisiones se cultivan constantemente mediante la exclusión y el clasismo.
La polarización mexicana nace de la incapacidad de las instituciones para representar adecuadamente a la mayoría, no de lo que diga un político. Surge de la crisis democrática propia de un país donde el 53% de la población es pobre y el 40% de los trabajadores no pueden alimentar a su familia. La polarización no se crea, se cataliza.
En efecto, López Obrador ha sabido aprovechar los descontentos de la democracia mexicana y capitalizarlos en su favor. Sin embargo, sin los insumos primarios que él encontró en 2018 —la falta de oportunidad para las mayorías, el privilegio grosero de unos cuantos y la ruptura de la promesa democrática de velar por los vulnerables— dicha estrategia no habría funcionado. De no haber sido él quien lo capitalizara, habría sido otro partido. Era cuestión de tiempo.
Morena triunfó porque su discurso cayó en suelo fértil, no porque su discurso fertilizara.
Sin embargo, ya sea por ignorancia o ingenuidad, los estrategas políticos mexicanos fallan y fallan en su diagnóstico. Olvidan que la unidad discursiva no puede darse desde la desigualdad objetiva. Que la polarización no es algo que se pueda arreglar desde lo cosmético. Y que tratar de hacerlo, incluso, puede resultar contraproducente.
Por eso, uno a uno los candidatos de la oposición caen en contradicciones. El que Ricardo Monreal hable de un “plan de reconciliación nacional”, al mismo tiempo que abandera una de las reformas fiscales más regresivas jamás propuestas, desprestigia al poder Legislativo. El que Enrique de la Madrid argumente la urgencia de la “unidad y la concordia” al mismo tiempo que minimiza la desigualdad como un problema secundario, alimenta el rechazo a la clase política tradicional. Y el que organismos de “la sociedad civil” convoquen a crear “un proyecto por encima de las diferencias”, como si pudiéramos simplemente olvidarlas, devela su incomprensión de lo que es la carencia.
Los llamados a la unidad son hipocresías si no se explica, primero, cómo se atemperará la fuente del descontento: una democracia farisea, simulada y elitista.
Irónicamente, decir que la polarización mexicana es efecto del discurso político de López Obrador termina beneficiándose y dándole la razón. Para el mexicano promedio, que vive constantes desigualdades, injusticias y exclusiones, dichos argumentos solo pueden provenir de quien no conozca la realidad del país, de quien viva en un círculo de desconexión, o de quien crea que las injusticias no son tan graves.
Es como si López Obrador hubiera tejido una chambrita y sus opositores, felices, se la hubieran puesto.
Concebir la polarización como resultado de algo cosmético, supone creer que el día en que se elimine al líder polarizante, en este caso a López Obrador, la sociedad volverá a ser cohesiva. Sin embargo, no existe evidencia de ello. Por el contrario, algunos estudios han demostrado que quitar a un líder polarizante, sin resolver la inclusión de sus votantes en la nueva coalición gobernante, es una fuente importante de inestabilidad política. Así ha pasado en Tailandia, Filipinas y, en menor medida, en la Grecia contemporánea.
La polarización no se resolverá cuando nos olvidemos de las diferencias, sino cuando nos las tomemos en serio.
Si deseamos un México donde la discusión política no se decante en aspectos de clase, debemos asegurarnos de que las clases sociales no sean determinantes del presente y futuro de las personas. Si queremos que el discurso de López Obrador contra las élites no permee, debemos luchar porque las posiciones de mayor poder económico sean alcanzables para personas que no hayan nacido en la riqueza. Si buscamos un país que ignore a los populistas, debemos crear condiciones para que la etiqueta de “ellos” y “nosotros” no tenga sentido.
No tengo duda de que esto es posible. Hay que desarrollar una plataforma real de inclusión que haga que la polarización que hoy vivimos transmute en algo positivo. Hagamos que este momento, no sea recordado como una crisis democrática, sino como un despertar donde la sociedad mexicana se transformó en una democracia más justa.
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