Concepción Calvillo, Concepción Calvillo de Nava, doña Conchita o Conchita, como le decíamos cariñosamente, murió el 6 de mayo a los 105 años. Días atrás, Pablo González Casanova, que tenía 101 y moriría el 18 de abril, la llamó para despedirse de ella. No sé qué se dijeron. Pero un día, al igual que don Pablo lo hizo con ella, se despidió de su inmensa descendencia y también se fue. Estaban cansados: habían dado una larga batalla por la democracia de este país.
La conocí junto con el doctor en la década de los setenta a través de su sobrino, el poeta Tomás Calvillo, quien por ese entonces se preparaba para escribir un libro sobre las luchas que ambos habían emprendido con el Frente Cívico Potosino por la democratización de San Luis Potosí, Las veredas de la dignidad. Me alojó en su casa. Desde entonces no dejé de visitarla al menos una vez al año. Su calidez, su sabiduría política, su humanismo, me fueron siempre una fuente de luz. Cuando estaba desanimado, aquella mujer delgadita, pequeña, frágil y a la vez poderosa, me tomaba cariñosamente la mano y me decía, “No te rindas, Javier, nunca te rindas”. No era sólo un consejo, resumía su experiencia de vida. Conchita jamás se rindió. Desde aquellos difíciles y dolorosos años de las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando el doctor Nava y muchos más fueron perseguidos, encarcelados, torturados, y otros tantos asesinados por oponerse al cacicazgo de Gonzalo N. Santos y el PRI, Conchita nunca dejó de luchar, de iluminar o de señalar un camino. Al lado de miles de potosinos promovió el voto de las mujeres, defendió las urnas y resistió la represión. Cuando, gracias a esas batallas, el doctor Nava llegó en 1982 a la presidencia municipal de San Luis Potosí, Conchita, en su encargo de presidenta del DIF, creó cooperativas en las colonias más marginales, ofertó por vez primera la educación preescolar de manera gratuita, echó a andar guarderías en beneficio de las madres e instituyó desayunos escolares.
En 1990 volvió a movilizarse. Mientras el doctor Nava, ya enfermo de cáncer, encabezaba la Marcha por la Dignidad a la Ciudad de México, con el propósito de denunciar el fraude electoral y exigir el respeto a la voluntad popular, Conchita y cientos de mujeres se apostaron frente a las puertas del Palacio de Gobierno e impidieron, en un acto de resistencia no-violenta, la entrada del gobernador impuesto. Catorce días después, el gobernador renunció y fue sustituido por un interino.
A la muerte de Nava, en 1992, el movimiento se reagrupó en torno a ella para seguir luchando por la ciudadanización de los organismos electorales, que lograron con la creación del Consejo Estatal Electoral y de Participación Ciudadana.
A raíz del levantamiento zapatista, en 1994, formó parte de la Comisión Nacional de Intermediación (CONAI), al lado de Samuel Ruiz, Pablo González Casanova, Luis Villoro y Eraclio Zepeda, entre otros, cuya labor derivó en los Acuerdos de San Andrés que más tarde fueron traicionados por el gobierno.
En 2011, cuando el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) recorría el país en busca de detener la guerra desatada por Felipe Calderón y hacer justicia a las víctimas, nos recibió en San Luis Potosí. Allí, en el templete, volví a escuchar esas palabras que resumen su vida: “No se rindan”.
En 2019, el MPJD volvió a salir en una larga marcha de Cuernavaca a la Ciudad de México, para exigir a López Obrador el cumplimiento de los acuerdos que estableció con las víctimas para crear una política de Justicia Transicional que marcara una ruta clara hacia la pacificación del país. Conchita, que entonces tenía 101 años, no pudo asistir, pero envió una carta escrita con su puño y letra a través de uno de sus nietos, Xavier Nava, entonces presidente Municipal de San Luis Potosí:
“Respetado y querido amigo Javier Sicilia. Te conozco desde que eras un adolescente con tus ideales que perduran; habría deseado acompañarte en estos días, como lo hice años antes.
Este intento que haces es muy difícil que sea escuchado. Tus palabras, tus peticiones de justicia y de verdad para todos los que han sufrido lo que tú sufres, así como tu trabajo, tus escritos y tu valor son un aliciente para seguir buscando esa justicia que ayude a muchos a mitigar el dolor.
No es la primera vez que te expones, a eso llamo yo sacrificio. Los que te acompañan saben, como tú, que este es el único medio para luchar. Sólo con el propio esfuerzo y con una fe ciega de ser oídos.
Si esta caminata tiene éxito será como una bocanada de aire fresco para saber que la justicia todavía existe.
A mi edad, sólo un consejo te puedo dar: no te rindas, no se rindan.
Siempre habrá una puerta abierta”.
Este año fue propuesta para recibir la medalla Belisario Domínguez. No se la dieron. Prefirieron entregársela a Elena Poniatowska. Sin restarle mérito, Conchita la merecía antes que ella. No sólo su larga lucha por la democracia estaba más en consonancia con lo que Belisario Domínguez significa frente a las tiranías, sino que en estos tiempos oscuros y de dura polarización, su independencia política, su presencia y su palabra habrían sido una luz en medio de las tinieblas por las que atravesamos. Lo lamento.
Pese a ello, Conchita sigue siendo un referente moral y político del país. Su casa, en el barrio de Tequisquiapan, fue desde el inicio de sus luchas una especie de vientre materno y de cuartel general de la democracia. Por ella desfilaron familia, amigos, políticos como Cuauhtémoc Cárdenas, Samuel del Villar y el propio Andrés Manuel López Obrador, e intelectuales como Enrique Krauze que iban en busca de la hospitalidad y de un consejo.
La vi por última vez con Tomás Calvillo el año pasado. Como siempre, su lucidez y su memoria estaban intactas. También el dominio de sus manos que utilizaba para apoyarse en una andadera y desplazarse. Estaba preocupada por el derrotero que con López Obrador el país tomaba y que amenaza con derrumbar los andamiajes de la democracia en la que había empeñado su vida. Estaba preocupada, pero no triste. Al final nos invitó a la mesa. Había un delicioso platón con enchiladas potosinas. “Las pedí para ti –me dijo-, porque sé que te gustan mucho”. Nos sirvió con sus propias manos. Mujer de fe en el Evangelio, nos mostraba con ello que la fuente de la resistencia, aquello que le había permitido no rendirse y encontrar siempre una puerta abierta para sí misma y para todos, radicaba en el amor y la hospitalidad, cuyo símbolo era aquella hermosa casa del barrio de Tequisquiapan, en la que un día, a mis 17 años, me acogió y encendió para mí una hermosa vela cuya luz no ha dejado de iluminar mis noches.
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