Una vez me contaron sobre un niño hablante de lengua mixe que se irritaba fácilmente cuando escuchaba a otros hablar en una variante de lengua distinta de la suya. Otra niña, que había crecido en distintas comunidades porque sus padres eran profesores rurales que a menudo cambiaban de centro de trabajo, se sentía orgullosa de entender distintas variantes de la misma lengua. Ante lo diferente, se puede desplegar un abanico de reacciones que están atravesadas por nuestra historia personal, por el sistema cultural que nos atraviesa y por las experiencias en el encuentro con los otros que hemos tenido a lo largo de nuestra vida.
Pero ninguno de estos factores es determinante; conocí a una anciana que había pasado toda su vida en una pequeña comunidad rural en el sur de México, algunas veces había viajado a otras comunidades vecinas pero eso había sido todo; sin embargo, mostraba siempre una entusiasta curiosidad por el mundo, si bien reconocía que no le gustaba viajar, preguntaba a los visitantes sobre sus costumbres, sus formas de vida, el aspecto y la composición de los platillos más característicos de su lugar de origen, la historia de sus países y todos los detalles posibles que le permitieran atisbar esos otros modos de existir; cuando tenía acceso a dispositivos tecnológicos distintos a los de su entorno trataba de aprender a utilizarlos y entender los mecanismos que permitían su funcionamiento, pocas personas con mayor entusiasmo por las diferencias he conocido en mi vida.
Por el contrario, he conocido también personas que han viajado mucho por el mundo pero que parecen no solo llevar su propio contexto como caparazón ahí a donde vayan, sino que viajan también con maletas llenas de desprecio por lo distinto o con una mirada ansiosa por lo exótico que se marchita pronto cuando sus expectativas no son cumplidas.
Desde que el mundo se dividió en estados-nación, también llamados países, surgió un nuevo mecanismo de creación de lo otro, de lo distinto. Cada país queda dibujado sobre la superficie terrestre y toma una forma; por ejemplo, hay quien dice que México tiene la forma de una cornucopia o que la superficie que controla el estado italiano dibuja una bota. Las fronteras que dan forma al territorio controlado por cada país no se corresponden necesariamente con límites naturales y mucho menos culturales, fueron establecidos por motivos políticos y evidencian relaciones de poder en última instancia.
Los contornos del mapa de México que ahora nos parecen tan característicos fueron cambiando a través de la historia y esto que llamamos México no tuvo siempre la misma forma. La frontera sur dividió el territorio de los pueblos mayas, una parte quedó dentro del estado mexicano y la otra dentro del estado guatemalteco; la frontera norte dividió también el territorio de los pueblos yumanos. Además de trazar una forma sobre la cara del planeta, las fronteras de los estados-nación generan otredades que vistas de cerca son absurdas, todo lo que queda fuera de esas fronteras recibe el nombre de “extranjero”.
El adjetivo “extranjero” oculta frecuentemente una diversidad que de otro modo nos parecería obvia. En uno de los encuentros sobre diversidad lingüística, una persona del público argumentaba que era más útil aprender lenguas extranjeras que lenguas indígenas. Esta aseveración oculta que lengua indígena y lengua extranjera no son excluyentes, para alguien nacido en México, aprender una lengua indígena como el quechua es también aprender una lengua extranjera. Se trata, pues, de una falsa disyuntiva. En algunas ocasiones “extranjero” viene con connotaciones positivas cuando se trata de países históricamente colonizadores, ahora también llamados de primer mundo, pero también puede acarrear connotaciones negativas cuando se habla de migrantes de países del sur del continente. Decir que cierto producto procede “del extranjero” le reviste de un halo que oculta que en lo que llamamos “extranjero” hay pueblos indígenas, mujeres defendiendo territorios, células anarquistas, movimientos obreros y una diversidad de personas con las que podemos identificarnos y formar lazos de cooperación.
El nacionalismo que despliegan los países pretenden lograr cohesión interna contraponiéndose a lo extranjero. Se pretende que sintamos amor por lo mexicano solo por el hecho de serlo, si se trata de sentimientos ¿por qué tendría que sentir más amor por alguien que azarosamente nació dentro de los límites de México que por alguien que nació cinco metros después de la frontera con Guatemala? ¿Por qué me habría que indignar menos la violencia que niños mayas de ese país sufren como migrantes que la violencia que sufren niños mayas mexicanos?. “Porque son extranjeros”, parece responder el nacionalismo. Siento más simpatía y me identifico más con personas de pueblos indígenas de otros países que con las clases altas por más mexicanas que sean. La solidaridad entre las personas precarizadas y racializadas aunque pertenezcan a distintos países tiene más sentido que el nacionalismo que dicta que debo sentir simpatía por los dueños de empresas que saquean los territorios de los pueblos indígenas solo porque nacieron dentro de las mismas fronteras que yo.
Hace unos años, con la llegada de grandes caravanas de migrantes en la frontera sur, me sorprendió con mucho dolor la respuesta en redes sociales, muchas de ellas de simpatizantes de la Cuarta Transformación, que justificaban todas las violencias contra los migrantes solo por el hecho de ser extranjeros que, en sus palabras, deberían regresar a su país a exigir mejores condiciones de vida a sus gobiernos en lugar de pedir respeto a sus derechos humanos en su paso por México, como si los derechos humanos tuvieran fronteras. La categoría “extranjero” nos estorba para la construcción de un mundo más justo, para denunciar las violencias e indignarnos cada vez por igual sin importar dentro de qué fronteras han nacido quienes sufren las opresiones.
Con lo sucedido en el incendio en una estación de detención de migrantes en Ciudad Juárez en donde murieron más de 40 personas ha venido también una respuesta dolorosamente tibia tanto del gobierno responsable directo de estas muertes como de la sociedad mexicana, ¿por qué no estamos abarrotando las calles en protesta por estos terribles hechos?, ¿Por qué no nos estamos movilizándonos masivamente para cambiar por fin de manera radical la política migratoria de este país? La categoría “extranjero” y la categoría “migrante” se han convertido en este contexto en categorías funcionales a las violencias derivadas de la política migratoria mexicana, son categorías que bajan el costo de la indignación social y ocultan que todas las personas, en cualquier lugar del planeta, tenemos los mismos derechos humanos. “Extranjero” se ha vuelto una categoría hueca que no explica ninguna complejidad y solo sirve a rancios discursos nacionalistas. Cuando decimos “hay empresas extranjeras que vienen a saquear nuestro país”, ¿qué sentido tiene decir que son extranjeras? ¿El saqueo se justificaría o sería menos violento si lo hiciera una empresa mexicana?. El capitalismo es un sistema internacional, como el mercado y la acumulación de riqueza en pocas manos mientras que nuestra indignación sigue siendo reducidamente nacionalista.
El actual gobierno hace énfasis en una soberanía que no existe cuando se trata de implementar los objetivos de Estados Unidos con la migración desde los países del sur. Si se habla de humanismo, este no puede tener efecto solo sobre México, el humanismo, para serlo realmente, no puede ser solo humanismo mexicano, necesitamos, en todo caso, un humanismo que dinamite la categoría extranjero y nos revele todo lo que oculta. O tal vez necesitamos un humanismo que, dejando de serlo, cubra también los derechos de otros seres vivientes y del planeta mismo.
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