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A la sombra de un roble, dos mariposas y un colibrí merodean las ramas de las matas de café que muestran todavía algunos frutos rojos rezagados de la temporada de cosecha. Una brisa fresca mueve las ramas de los árboles y acompaña los sonidos de la corriente helada del río Savegre, los trinos de pájaros y el ronquido de una máquina chancadora que trabaja con energía solar y recicla el agua. A su lado, lotes de granos se secan con calor natural y expelen un olor fuerte a almíbar. El microbeneficio, una planta de procesamiento a pequeña escala, apenas se nota en medio del verde del paisaje de las montañas junto al enorme bosque nuboso en la Cordillera de Talamanca, entre el Valle Central de Costa Rica y la zona sur del país centroamericano reconocido tanto por su naturaleza como la calidad de su café. Y esto no deja de ser un dilema.
“No queremos que esto sea un cafetal; el sueño es que esto se convierta en un bosque con café”, advierte Jonathan Cerdas, uno de los socios del microbeneficio y de la plantación orgánica que opera en una antigua finca tradicional. Son los motores de un proyecto que mezcla turismo rural, voluntariado y educación comunitaria para influir poco a poco en la reducción del impacto ambiental de la zona más cafetalera de Costa Rica, con un 40% del total nacional. La región se llama ‘Los Santos’, produce grano de altura y la foto de sus montañas también muestra parches marrones como evidencia de los cultivos tradicionales en detrimento del bosque. El pueblito se llama Providencia, en el municipio Dota, con unos 250 habitantes junto a las fincas más premiadas por la calidad de su café, donde nadie pensó que el proyecto quijotesco de Jonathan y su socio, Carlos Jiménez, pudiera ganar tan pronto en las catas internacionales como ha sucedido.
Su marca Green Communities, con la etiqueta de “café ecológico”, ganó en septiembre en cuatro categorías del World Coffee Challenge 2022 por la calidad en la taza, pero eso no es lo más importante, advierte. Lo más relevante para ellos es demostrar que la producción orgánica y amigable con el bosque puede deparar una producción igual o mejor que la que daña la naturaleza o mata el suelo con agroquímicos, incluso con los promedios de sostenibilidad alta que ofrece Costa Rica en relación con otros países productores. El país de fama ambientalista está catalogado como el mayor consumidor de plaguicidas por hectárea en el mundo y el bien reputado café es parte de ello.
“El problema ambiental existe y es grave, aunque haya otros países donde sea peor la destrucción de bosque. Por eso queremos demostrar a los productores que pueden cambiar sus métodos e igual obtener café de alta calidad, con la ventaja de que tiene más mercado porque hay consumidores que valoran esto. Queremos crecer para influir para detener el daño ambiental, no para convertirnos en una Starbucks”, explica Cerdas, antes de detallar el procesamiento del café. Habla de amor por el trabajo, se refiere a las plantas como a personas (”ella comen bien”, dice sobre las plantas) y usa diminutivos cariñosos para hablar de los hongos que crecen en algunos de los siete estañones donde almacenan las sustancias orgánicas. La mezcla la preparan y aplican con ayuda de dos empleados y decenas de estudiantes extranjeros que vienen para intercambiar conocimientos junto con familias del pueblo.
Con su finca propia, son 17 las productoras de grano orgánico que llevan sus sacos a este microbeneficio y 70 familias las que reciben algún rédito directo. “Desde que ganamos el premio, varios han pasado su producción a 100% orgánico”, añade orgulloso Carlos, consciente del peso conservador en el mundo cafetalero y, por tanto, en una región cuya economía y estado de ánimo depende de las cosechas. El café acaba siendo también un lenguaje y ambos socios razonan sobre el valor que tiene para hablar de protección ambiental.
“Yo ya no me voy”
Carlos y Jonathan tienen 40 años y son nietos de familias cafetaleras de toda la vida, como tantos en la zona de Los Santos. El primero había migrado a Estados Unidos para ganar algo de dinero y volvió a invertirlo. Hablan inglés, conocen de catación y el barismo, investigan, arriesgan y mezclan metas como llegar a 30.000 plantas en el 2025 y hacer que su finca se convierta en un pequeño corredor forestal. Están lejos de ser hippies y se autodefinen como empresarios. Se conocieron en la universidad estudiando turismo y el proyecto de un curso fue la semilla de todo esto. Primero pensaron en turismo rural, después pasaron a trabajar con voluntariado y agricultura ecológica. De ahí acogieron la idea de una universidad de desarrollar el microbeneficio y ahora hacen todo lo anterior apuntalados por la marca de café y el éxito en su primera competencia internacional, pero sin perder el enfoque original: demostrar que se puede producir sin pasarle la factura al medio ambiente.
Con ellos también trabaja Diego Sáenz, que estuvo a punto de irse de Providencia a la ciudad para mantener a su familia y ahora hasta tiene su terreno donde produce con los métodos que aquí ha aprendido. “Yo ya no me voy”, dice sin parar de manipular la máquina chancadora que importaron de Colombia. Otros en el pueblo o en la zona los ven con escepticismo. En el Instituto del Café de Costa Rica (ICAFE) también desconfían de la producción sin agroquímicos por la amenaza de plagas como la roya, pero reconocen que hay un mercado para ello y aceptan que puede haber frutos de gran calidad también. Las iniciativas suelen ir de la mano de una energía millennial que podría ayudar a recuperar en las nuevas generaciones el entusiasmo por la agricultura, una actividad de la que han huído los jóvenes en décadas recientes.
“Tenemos ventajas grandes como país por el clima, el terreno, el componente ambiental y el modelo de repartición de beneficios, pero hay muchachos y pequeños productores depurando esas ventajas, enamorados de lo que hacen. Eso cautiva a ciertos mercados y estimulan a más”, reconoce Xinia Chaves, quien fue presidenta del ICAFE hasta diciembre. Admite que es menos de 5% de la producción las que se orienta a cafés especiales o de procesos especiales, pero la tendencia es creciente y hay compradores dispuestos a pagarles precios arriba de $700 el quintal (el promedio del precio de referencia internacional en 2023 es $166 el quintal).
Esto anima a más innovadores de una industria cafetalera icónica en Costa Rica, que en 2020 cumplió 200 años desde su primera exportación y que construyó su Teatro Nacional, a finales del siglo XIX, con un impuesto especial al café. No es una potencia en volumen (aportó en 2022 el 0,88% del grano en el mundo, en la posición 13), pero con el tiempo ha ido ganando fama por su alta calidad, además de otros factores como la relativa sostenibilidad y las leyes que garantizan que quede en los productores el 82% de las divisas por exportaciones. El café representa solo el 0,14% del PIB nacional o el 4,64% de la producción agrícola, pero su impacto social es alto, con 26.700 familias que trabajan sus cafetales. Además, la mayoría de los recolectores tiene seguro de salud por esta actividad y hay programas de erradicación de trabajo infantil. En sostenibilidad ambiental, la industria rechaza que contribuya a la deforestación en décadas recientes y por eso celebra la oportunidad de aumentar exportaciones a la Unión Europea, después de que en diciembre el Parlamento Europeo prohibió la importación de productos relacionados con la tala de bosques.
Jonathan y Carlos, sin embargo, ven en su región que la producción de café sigue arrastrando pecados ambientales, sobre todo por la abundancia de agroquímicos que afectan los suelos y ríos, pero también ocasionalmente por la deforestación. “A veces uno ve un incendio forestal y después ve por ahí un cafetal ¡Qué casualidad!”, dice Jonathan antes de aceptar que entre los cafetaleros de Dota no todos le sonríen, aunque el premio de septiembre le ha mejorado la prensa. Poco a poco se acepta la idea de que algo de magia puede haber en un grano producido cerca de otras especies, en un suelo sano alimentado por otros frutos y nutrido por las cacas de animales silvestres que rondan por ahí. Venden la idea de que el café se puede trabajar como parte del ecosistema y no como su competidor, con el aliciente de que la calidad puede dar la talla y de que hay consumidores dispuestos a pagar por ello.
Sentados a la mesa en su nueva cafetería construida junto a los bungalows del proyecto, Carlos y Jonathan, sirven el café y explican con detalles de catadores las propiedades y matices de sabor en la bebida. Y vuelven con el tema de la riqueza del suelo natural y con el valor del proceso especial de mínimo impacto al ambiente, pero queriendo dejar claro que su principal producto no es el café, sino pregonar con la evidencia que una producción amigable con la naturaleza puede ser tan competitiva y rentable como la tradicional, insiste Jonathan: “Si no, todo esto va a tener muy poco sentido”.