Es una señora enérgica y gritona. Acaba de asestarle unos buenos cortes a la pieza de pescado y ahora se lava las manos agrietadas. Mientras apura el cuenco de comida con unos palillos, cuenta cómo va el negocio: mal, asegura; la gente no tiene dinero para comprar tras los continuos confinamientos. A su espalda, un enorme centollo —a 540 yuanes el kilo, unos 73 euros— lanza sus patas sobre la pecera para escapar a su suerte. El puesto está ubicado en un nuevo emplazamiento para vendedores de productos frescos al norte de la ciudad de Wuhan. Pero antes se encontraba en el mercado de mariscos de Huanan, aquel lugar donde se registraron a finales de 2019 varios casos de un virus desconocido, muy contagioso, que se extendió por el mundo a una velocidad inaudita provocando al menos 6,7 millones de muertos y una emergencia sanitaria global cuya larga sombra alcanza hasta hoy. En cuanto la conversación toma esa senda, la mujer se repliega: “Se supone que no puedo hablar con extranjeros”.
En esta ciudad, la pandemia es aún material sensible. El mercado fue enseguida cerrado y rodeado por operarios con trajes de protección biológica en una imagen que parecía irreal, pero pronto también se extendería por el globo. A sus vendedores los trasladaron; hay varios de ellos repartidos por dos mercados de la zona norte. Del otro, con decenas de puestos al aire libre donde se vende marisco, pescado e incluso reptiles vivos (tortugas de caparazón blando), EL PAÍS es expulsado después de que unos dependientes avisaran a seguridad.
El mercado de Huanan nunca más sería reabierto, a pesar de que los investigadores de la Organización Mundial de la Salud (OMS), tras su visita en 2021, rebajaran su papel como posible origen de la pandemia. El antiguo recinto está vallado, pero ahí sigue, junto a un bloque de viviendas, como una vieja cicatriz, tras unas planchas azules desvaídas y un tramo coronado con una espiral de concertinas. Si uno pasa al lado es probable que ni se entere. Es curioso lo rápido que pueden volverse anónimas las huellas del desastre.
Las cosas sucedieron a velocidad de vértigo. El 31 de diciembre de 2019, China informa a la OMS de la existencia de casos de una neumonía de causa desconocida en Wuhan, capital de la provincia de Hubei. El mercado afectado, donde se venden pescados y mariscos vivos, se cierra el 1 de enero de 2020 para proceder a su desinfección. El 3 de enero de 2020, las autoridades notifican 44 pacientes, 11 de los cuales están gravemente enfermos. El 11 de enero se registra la primera muerte. El 13 de enero se confirma un caso en Tailandia, el primero en el extranjero. El 14, la OMS indica que “no sería sorprendente” que pudiera transmitirse entre humanos. El 20 de enero Pekín confirma el contagio entre personas. Tres días después, el 23 de enero, las autoridades deciden confinar Wuhan, una ciudad de 11 millones de habitantes, ante la mirada de asombro del resto de la humanidad.
Este lunes se cumplen tres años de aquel encierro que duró 76 días y marcó para siempre a sus habitantes. “Nadie que no esté en Wuhan puede comprender lo que estamos pasando quienes nos hallamos en la ciudad”, narró Fang Fang (Nanjing, 67 años). Esta escritora llevó un concienzudo registro de aquel confinamiento que colgaba en Internet y leían decenas de millones de personas cada jornada, publicado después bajo el título Diario de Wuhan (Seix Barral, 2020). En él, descarga su rabia por el hecho de que las cosas pudieron hacerse de forma distinta, evitando un daño “devastador” si las autoridades no se hubieran empeñado en “contar solamente noticias positivas y ocultar las negativas, prohibir que la gente diga la verdad”.
“Los habitantes de Wuhan tenemos una desesperada necesidad de consuelo”, escribe justo antes de morir por covid el oftalmólogo Li Wenliang, uno de los primeros médicos locales en dar la voz de alarma antes de la notificación oficial, quien fue amonestado por la policía por difundir rumores. “Li Wenliang era simplemente como cualquiera de nosotros, era uno de los nuestros”, afirma Fang.
Tres años después, la escritora no sale de su casa en Wuhan. Tras la repentina reapertura en diciembre, después de más de 1.000 días de política antipandémica en China, el país ha sufrido un tsunami de coronavirus que ha dejado decenas de miles de fallecidos. Y ella, que no está vacunada, tiene diabetes y “el corazón no muy bien”, teme que le afecte el virus. “En el último mes, muchos amigos y familiares a mi alrededor han muerto de la infección, lo cual me angustia”, escribe en respuesta a preguntas de EL PAÍS. (En China, la inmunización ha ido por detrás de otros lugares, como la Unión Europea, especialmente entre mayores y personas vulnerables).
Fang se declara “totalmente contraria a los testeos masivos y la continua expansión de los confinamientos” que han marcado al país en los últimos tiempos. Las prácticas de “contención y control”, prosigue, en muchos casos han divergido “de la razón y el sentido común”. “Reabrir era imprescindible”, dice. Pero considera que, sin preparación, el giro en la política sanitaria en el frío del invierno ha causado una tragedia. “Muchas personas han muerto este enero por falta de medicamentos”. Los hospitales se han visto colapsados. Los crematorios no podían quemar todos los cuerpos. “Había esquelas por todas partes. Ha sido deplorable”. Pero muchos de los infectados, cuenta, ya se han recuperado. “Están empezando a salir, las calles casi han recuperado su vida cotidiana”.
En Wuhan, igual que en el resto de China, la ola de covid se ha extendido como el fuego en un monte seco. Un estudio de la Universidad de Pekín calcula que en poco más de un mes se han infectado unos 900 millones de personas, casi dos tercios del país. La mayor parte de los entrevistados cuentan que han pasado el virus en diciembre. Y durante los días previos al Año Nuevo Lunar —celebrado el domingo— la ciudad bulle de gente, se escuchan petardos y los restaurantes se muestran pletóricos. Es la primera vez en tres años que se celebra sin restricciones la fiesta más importante del calendario chino.
Pero el camino, estos largos tres años, ha sido duro para muchos. “Es como si mi vida hubiera sido confinada”, dice con un café latte en la mano Jessica Wang, seudónimo de una wuhanesa de 29 años que ha sufrido la incertidumbre del tira y afloja con los continuos cierres y cambios de políticas. Siente que ni su vida ni su carrera han progresado en este tiempo. “He estado atrapada aquí”. Su familia, con restaurantes y hoteles, ha sufrido el torniquete económico, aunque también han sido contratados por las autoridades para servir comida a los hospitales y dar cobijo a infectados en cuarentena.
Con la ola de salida, el padre de Wang enfermó de covid y empeoró a los pocos días. Tuvo que ser ingresado cuando apenas había camas en los hospitales. Tampoco había fármacos. La hija se vio obligada a buscar debajo de las piedras inmunoglobulina, según cuenta. Ha acabado pagando el equivalente a unos 5.700 euros por un tratamiento de una semana, además de la cama, algo más de 1.300 euros. El padre ha salido vivo. Tampoco estaba vacunado. “Por la diabetes”, dice la hija. Al hablar con ella, da la sensación de que siente que algo no encaja. “Llevamos tres años siguiendo las normas y ahora tenemos que sufrir. ¿Qué sentido tiene todo esto?”.
—¿Crees que el 2023 será mejor?
—No lo creo.
Cada uno tiene su propio relato de estos tres años. Un artista que ronda los 50 dice que ha sido un “período en blanco” que lo ha dejado “entumecido” y sin la urgencia de crear. Define los códigos QR, el sistema de vigilancia ultratecnológica que han aplicado las autoridades, como un laberinto. “Una tecnología avanzada y muy moderna, pero usada por unos líderes premodernos”. Admira a quienes salieron a protestar a finales de noviembre. Él no lo hizo porque tiene familia. Es “optimista” con 2023.
Tras la entrevista, recibirá una llamada de las autoridades preguntando sobre su encuentro con un medio extranjero. Con otra entrevistada será aún peor: recibe esa misma llamada mientras tiene lugar la entrevista en la que uno de los puntos centrales será precisamente cómo Pekín ha elevado el nivel de vigilancia durante estos tres años. Ella recuerda un momento de irrealidad, con todos los vecinos de un bloque acudiendo en fila para hacerse una PCR “como si fueran cuerpos muertos siguiendo las instrucciones del Gobierno en una película de ciencia ficción. Daba miedo”.
“El impacto ha sido inmenso”, dice Zhu Ning, de 51 años, dueño de Vox, una pequeña y conocida sala de conciertos vinculada a la escena punk, que ha logrado sobrevivir gracias a una escuela de música y el alquiler de locales de ensayo. “Si no hay espectáculos, no hay ingresos”, agrega. Y ha habido pocos: solían programar unos 200 al año. En 2020, solo hubo unos 40. En 2021, lograron recuperarse hasta los 120. El 2022, cuenta Zhu, ni lo han calculado. “Ha sido un asco”. Dice que no ha notado en las letras de las bandas locales el zarpazo de la covid. Pero hay una explicación: “Todo lo que se cante tiene que ser aprobado por las autoridades”. Cree que quizá ese sentimiento se refleje en el futuro. También es optimista con 2023. Pero cree que llevará varios años recuperar lo perdido.
Carrie, una joven de 26 años, dice que para ella en general han sido tres buenos años. Terminó la carrera (que estudiaba en Australia) de forma remota desde Wuhan. Ha pasado por un empleo en la Universidad, ha sido vendedora de ropa femenina en Douyin (nombre de TikTok en China) y ahora está empleada en una firma de inversión y continúa alimentando un canal de vídeos de deportes. Reconoce, en cualquier caso, que han sido años duros física, mental y económicamente para muchos. “Definitivamente, estamos en otra fase”, cuenta echando un vistazo alrededor en un restaurante abarrotado. “Hay una nueva esperanza”. Y, hacia el final de la conversación, afirma con rotundidad que fueron los estadounidenses quienes trajeron el virus a la ciudad durante los juegos olímpicos militares celebrados en Wuhan en octubre de 2019.
Esta teoría infundada fue apuntalada en 2020 mediante una insinuación sin pruebas de Zhao Lijian, entonces portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino. “¿Cuándo empezó el paciente cero en EE UU? ¿Cuántas personas están infectadas? ¿Cómo se llaman los hospitales? Podría ser el ejército de EE UU quien llevó la epidemia a Wuhan. […] EE UU nos debe una explicación”. Carrie cree que la potencia dominante en los próximos años será la que fije cómo fue el origen de la pandemia.
“Ahora todo el mundo está contento”, dice un local en una tienda de alcohol y tabaco ubicada frente al hospital de Leishenshan, uno de los dos que fueron levantados en Wuhan en un suspiro para hacer frente al estallido. Es otra de esas cicatrices casi olvidadas. Ahora tiene aspecto de abandonado; tras la verja, el suelo se ve surcado de maleza y varias construcciones parecen apuntaladas. El hombre del local, que vive en los edificios de enfrente, ofrece un cigarrillo, té y un rato de charla. Asegura que hay un proyecto para demolerlo y convertirlo en viviendas (noticias locales solo afirman que fue construido en una zona residencial). “Miramos con optimismo a 2023″, dice. Es la primera vez en tres años que se va a juntar con la familia para el Año Nuevo. Confía en que vuelvan los extranjeros porque eso supondrá dinero. Y también pregunta: “¿Crees que la covid-19 fue creada por los americanos?”.
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