Cuatro años antes de que Luka Modric consolase en Qatar a Rodrygo, cuyo padre tiene un año más que Modric, tras la eliminación de Brasil ante Croacia (“esto no es nada, saldrás más fuerte, te quiero, te quiero, hijo”), Mario Mandzukic buscaba en Moscú al propio Modric, que deambulaba con un nudo en la garganta por el campo con el trofeo de mejor jugador del Mundial buscando un lugar tranquilo en el que llorar. El 9 gigantón lo encontró y le dijo con la voz ronca: “Ya sé que es duro, para mí también lo es. Pero no hay que llorar. Lo hemos dado todo y hemos hecho algo grande”. En la vida es tan importante ofrecer un hombro, como que no te falte.
Cuenta Modric en su biografía Mi partido (Córner, 2019), escrita con Roberto Matteoni, que después de las palabras de Mandzukic y de los gritos de la afición, cuando bajó del podio con la medalla de subcampeón del mundo, se acordó de su abuelo Luka Modric, un pastor de ovejas y cabras de Zaton Obrovacki, pueblo del municipio de Jasenice, en Zadar. El 18 de diciembre de 1991, el hombre, de 66 años, estaba a primera hora con el rebaño cuando vio venir a un grupo de chetniks, paramilitares serbios, en varios autos: los mercenarios se bajaron, fueron corriendo hacia él entre cánticos en honor a Slobodan Milosevic y le gritaron: “¿Quién eres, qué estás haciendo aquí? Esta es una tierra serbia. Muévete, muévete”, y le pegaron varios tiros. Su familia supo que algo terrible había pasado cuando las ovejas volvieron a casa sin él. Ahí se acabó la vida feliz del niño Modric, a los seis años, y con ella su infancia: sacar a los animales con su abuelo, ayudar en la casa, huir de víboras que se encontraba en los barrancos, reírse con la historia de su abuela Jela, que al nacer él se vino arriba, bebió dos chupitos por primera vez en su vida, se empezó a marear y acabó ingresada en el hospital de Zadar por deshidratación, o sea, por resaca.
La crónica del asesinato de Luka Modric, el abuelo, la publicó Ivica Marijacic en el Zadarski List en abril de 1995; los autores pertenecían a una milicia llamada SAO Krajina. Hace años el periodista Peter Staunton estuvo allí, en Zaton Obrovacki, para contar para la web Goal el origen de Modric, y lo primero que supo fue que los asesinos de su abuelo mataron ese día a seis jubilados más, presumieron de los crímenes en una comisaría y, años después, se supo que las autoridades serbias conocían los asesinatos y dieron la orden de no investigarlos. Nunca se supo quiénes mataron al viejo Luka Modric. Staunton, por cierto, se quedó asombrado con la ubicación de la casa de piedra donde vivían los abuelos de Modric: estaba en una pequeña ladera de Kvartiric y pegada a la carretera, de tal forma que cualquier balón con el que se jugase caería rodando hasta la vía. De hecho, no era ni la casa de su familia, como luego contaría el jugador: era del servicio de mantenimiento de carreteras, porque el viejo Modric era peón caminero y, además de pastorear, se encargaba del mantenimiento de la carretera que unía Dalmacia con Lika. Modric pasaba los días con él (“tu abuelo está enamorado de ti, te llamas como él y fuiste su primer nieto”, le recordaba su padre) porque en la guardería lloraba a todas horas. “Mis padres me enseñaron que mi suerte en la vida dependería de lo cerca que estuviera mi familia”, dice en su libro, y cuando está en Croacia visita la antigua casa, que fue quemada, y los campos donde su abuelo sacaba a las ovejas y las cabras, a pocos metros de la ladera en la que era imposible jugar al fútbol.
El asesinato de su abuelo y la ocupación serbia convirtieron a los Modric en refugiados. Y al niño, poco a poco, en un futbolista bajo las bombas. Incluso a veces más peligroso que ellas. Un empleado del hotel de refugiados en el que pasó una época contó al diario 24sata de Croacia que Modric, de niño, rompía más cristales con la pelota que las bombas serbias. “Los bombardeos eran habituales, algunas cayeron en el hotel. Quizá suene raro, pero me acostumbré bastante rápido a las sirenas y a correr hasta el refugio. Al principio los bombardeos me aterrorizaban, pero con el tiempo ya solo me incomodaban”, dice en Mi partido, un libro en el que revela grandes historias, como la tensión previa a la final de la Décima (“Luka, cae a la derecha y de ahí, al centro, entre líneas, y siempre que puedas avanza con el balón en los pies”, le dijo Ancelotti) y su histórico lanzamiento de córner en el minuto 92,47: “En cuanto vi saltar a Sergio Ramos supe que el balón acabaría dentro de la portería: así de sencillo”), su primer encuentro con Messi en el Mundial 2006 (“su velocidad y su fantástico control del balón me impresionaron; era ágil, cambiaba de dirección cuando menos lo esperabas”), con Cristiano en el vestuario al llegar al Madrid (“me estrechó la mano y me saludó como si fuéramos amigos de toda la vida: ‘¡Por fin estás aquí”), el Balón de Oro (“entré con él en el vestuario, los fisios estaban tratando a 12 jugadores, pero dio igual, se pusieron todos de pie, se unieron al resto de la plantilla y me aplaudieron durante más de un minuto: me puse rojo”) y una lección sobre cómo gestionar selecciones nacionales en Eurocopas o Mundiales: “Es difícil encontrar soluciones tácticas en los pocos días en que nos concentramos. Y es frustrante someter a los jugadores a un régimen propio de un club, porque, en tan poco tiempo, no se logra el efecto deseado. Lo que hay que conseguir es buena química, elegir el sistema adecuado para el siguiente partido y motivar a todos”.
Dice Zvonimir Boban que la pregunta más importante que hay en el fútbol es la que se hace, durante todo el partido, Luka Modric: “En estos 90 minutos, a cada segundo que pasa, tenga o no el balón, ¿cómo puedo ayudar de la mejor manera al equipo?”. La respuesta de Modric a esa pregunta dejó a Brasil este viernes tiritando en la zona del campo que más duele, donde el juego se crea y se destruye. Donde Modric aguantó de pie, a los 37 años, sosteniendo la bandera croata hecha jirones por la devastación del ataque brasileño incluso después del gol en contra de la prórroga; donde Modric, 1,72 metros y 66 kilos, se hizo tan omnipresente que su lección individual se pareció, en otro registro, pero ante el mismo rival y en la misma ronda, los cuartos de final, a la que hizo al final de su carrera Zinedine Zidane en Alemania 2006. Fue una exhibición de inteligencia y resistencia física que parece imposible no solo que aguantase los 120 minutos y marcase uno de los penaltis, sino que aún tuviese fuerzas para ejercer de capitán y consolar, uno a uno, a los jugadores brasileños. Pero lo hizo. Después de coger a su selección por las solapas, él y unos cuantos más, y volverla a plantar en unas semifinales del Mundial. Resistentes, inmortales, durísimos.
Al final de su biografía, Modric hace alusión a la edad que tenía en Rusia: 33 años. “Ya me han dicho que no podré volver a estar a ese mismo nivel. Eso me motiva”. Cuatro años después, Modric sigue siendo titular en el club campeón de Europa, como en 2018, y en la selección semifinalista del Mundial. Dirigió el contragolpe mortal contra el PSG que cambió el rumbo madridista de la Champions, y el contragolpe mortal que tiró a Brasil por el barranco de los penaltis en Qatar. La filosofía de vida del nieto de Luka Modric, el 10 que se vengó del destino de una infancia destruida por la guerra, impresiona: “Sé por experiencia que las mejores cosas de la vida nunca caen del cielo”. Frase reveladora para quien pasó la infancia esquivando bombas.
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